TENÍA 50 AÑOS Y NUNCA SUPE SU NOMBRE

Tenía 50 años y era un reconocido cirujano Colombiano. Trabajaba en una lujosa clínica de Bogotá y nunca tuve el placer de conocerlo. Ni siquiera supe cómo se llamaba. Solo escuché su historia de manera circunstancial y quedé conmovido

Había terminado una entrevista con Federico Uribe, un artista plástico colombiano que visitaba Los Angeles. Conversábamos mientras guardaba mi cámara y esperábamos el taxi que llevaría a Uribe rumbo al aeropuerto. Él debía tomar un avión que lo trasladaría a Miami donde vivía. El tema de la charla era trivial: el transporte urbano en LA. Le comentaba a Uribe en tono de queja, que deambular sin auto en una ciudad tan grande como ésa, a veces podía convertirse en una auténtica pesadilla. Pese a que el tráfico en hora punta era realmente desesperante para los automovilistas y que como pocas ciudades de Estados Unidos, ésta tenía un sistema de transporte público bien organizado, prefería mil veces manejar. Le contaba además que diariamente perdía dos horas de mi vida trasladándome de mi casa al trabajo ida y vuelta. De contar con el ansiado (e inalcanzable) vehículo, el tiempo se reduciría a tan solo media hora diaria. Al terminar mi lamento, el colombiano me contó la historia de un compatriota suyo que desperdiciaba nada menos que cuatro horas diarias en el deficiente sistema de transporte público miamense. Simplemente sonreí como negándome a la posibilidad de que algo así pudiera existir, y sintiendo dentro de mí un consuelo tonto al pensar que siempre hay quienes pueden estar peor que uno. Uribe continuó su relato luego de lanzarme una mirada con la que me advertía que aún no había escuchado nada.

Este compatriota suyo tenía 50 años, era médico de profesión y tenía un bien ganado prestigio. Un mal día la guerrilla tuvo la pésima idea de secuestrarlo y llevárselo al monte. Allí le ordenaron que le practique abortos a todas las guerrilleras embarazadas, las que se habían convertido en un problema para los altos mandos de las FARC. El médico se negó tajantemente debido a sus convicciones religiosas. La guerrilla lo amenazó de muerte si no obedecía. Lo amedrentó diciéndole que eliminarían inclusive a su familia. Le mostraron fotos de sus hijos, de su mujer. Le enseñaban planos, horarios, rutinas diarias… pese a ello el médico no se doblegó. Tras varias semanas de terror e incertidumbre, la guerrilla lo dejó libre con la amenaza de eliminarlo si continuaba viviendo en Colombia. El médico no tuvo más alternativa que irse. Como tantos otros, llegó a Estados Unidos para rehacer su vida. Pero como pocos, tenía que hacerlo en contra de su voluntad. Tuvo que dejar de lado una vida cómoda, un prestigio ganado, a su familia, con tal de no faltar a sus creencias. Habían pasado dos años sin que pudiera ver a los suyos. Como indocumentado, no tenía acceso a trabajos decentes y apenas subsistía. Uribe le ofreció ayuda dándole empleo en su taller de Miami Beach. Agradecido con la oportunidad, el médico viajaba todos los días en bus dos horas de ida y dos de vuelta. Llegaba al alba antes que el escultor. Ponía en orden sus cosas. Limpiaba los desperdicios. Ordenaba meticulosamente los elementos que el artista utilizaría en su jornada creativa, para dedicarse luego a limpiar y a desinfectar los baños. Según Uribe, la dedicación y entrega del médico al trabajo era conmovedora. Lo había asumido como si se tratase del mejor empleo del mundo. Y pese a la dura prueba que le había tocado vivir, no se quejaba. No emitía un solo comentario que pudiera sugerir inconformidad alguna. A sus 50 años, el doctor no podía revalidar su título en Estados Unidos. No podía pedir asilo político (trámite mal empleado por otros, que obligó a las autoridades norteamericanas a restringirlo), y tampoco podía ver a su familia a quienes constantemente les negaban la visa. Pese a todo, aceptaba su destino con un estoicismo digno de admiración.

Cuando Uribe tomó su taxi y se marchó, me quedé paralizado, sumido en un mar de pensamientos. Lo que había comenzado como una charla trivial, para llenar “silencios”, se transformó en un mensaje directo y contundente para mí. No soy religioso, sí creyente, y creo que jamás hubiera podido defender mis ideas como lo hizo el médico colombiano. No hubiera soportado tanto “castigo” por no haber hecho “nada”, por lo menos sin quejarme a diario por mi mala fortuna, por ese absurdo ensañamiento del destino. ¿Por qué alguien arriesga tanto y pierde tanto sin siquiera revelarse? No dejaba de pensar en aquella máxima que dice que las cosas ocurren por “algo”. Que uno se enfrenta de manera “casual” a acontecimientos y a información que nos dejan siempre una huella. Una enseñanza. Yo llevaba más de un año sin ver a los míos y me hacía miles de preguntas. El mensaje del médico anónimo llegó en un momento crucial para darme ánimos. Por razones muy diferentes a las de él, me había marchado a vivir la “aventura americana”. Tenía la necesidad de purgar mi alma, de ordenar mi vida. Tenía que reivindicar el hecho de no querer renunciar de manera muy personal a mi forma de ver las cosas, mis propias convicciones. La historia de Uribe me hizo ver que no era el único que andaba dando batallas inagotables contra la vida y el destino, y que antes que yo y después que yo, habrá gente siempre tras el mismo cometido. Tal vez el mensaje haya sido este: lo importante es no doblegarse antes las sus pruebas de la vida. Lo importante es continuar con la frente en alto pero con humildad, el camino que nos ha tocado andar. Puede sonar a sencilla moralina. Puede ser que esté interpretando mal las señales y los mensajes… tal vez. Pero la imagen de aquél personaje desconocido, me persigue hasta hoy. En momentos difíciles me vuelven a servir de inspiración. Tal vez cuando cumpla los 50, pueda entender mejor el sentido esencial de esta historia.

TANTA PASIÓN PARA NADA

Y Nicolás voló. Cuando vi que la pelota cruzaba la línea de gol, arrojé por los aires sus siete meses de vida y junto con él, un pañal lleno de sus precoces incontinencias. Su mirada de terror contrastaba con mi expresión de júbilo. Debió haber pensado que me volví loco. Que su padre era un sádico que lo aventaba por los aires, mientras gritaba eufórico el mismo monosílabo ininteligible que el locutor de la tele tenía atorado en la garganta: “¡gooool!”. Habían pasado no sé cuántos minutos, de no sé qué tiempo, de no sé cuál torneo continental, cuando el 10 de Perú hizo una maniobra impensada y a soñar. A soñar con que otros equipos nos hicieran el favor de aplicar bien esa complicada fórmula de física quántica made in “sufrido hincha peruano” para poder clasificar. Solo necesitábamos que funcione aquella suma de “x” empates, “y” derrotas, más la enrevesada multiplicatoria algorítimica de marcadores imposibles del tipo Bolivia 8, Uruguay -12, para entrar de lleno en la siguiente fase del torneo. Una vez allí como “mejorpeor” tercero, seguramente nos tocaría Argentina o Brasil, campeones de su grupo, a los que había que ganar sí o sí. Pero tranquilidad. El fútbol no tiene lógica. ¡En el campo somos once contra once! ¡Que viva el Perú, Carajo! ¡Hay que ir al mundial a triunfar, venceremos a todo rival…! El llanto de mi hijo alterado con tanta euforia me hizo pisar nuevamente tierra. Su madre me gritaba desde el interior del baño, que qué rayos esperaba para cambiarle el pañal al atarantado muchacho. En ese momento pensé que si de grande le gustaba el fútbol, aquél vuelo habría sido para el niño la primera lección de los sobresaltos típicos que tendrá que afrontar como sufrido hincha nacional.

Es que la blanquirroja es un estigma, señores. Un dolor. Un sufrimiento. Por eso es que cargo desde hace días instalada esta ansiedad aquí en mi pecho (donde también) llevo tus colores y están mis amores, contigo Perú. Una ansiedad que se acrecienta a cada minuto. Una angustia que crece a medida que se acerca el partido debut de las eliminatorias. Suena estúpido, pero no lo es. Es una sensación tan válida como seria. Estoy tan ansioso como preocupado por la lesión de Guerrero, por la convocatoria del errático Maestri (al que eliminatorias atrás había que prenderle velitas para que esté inspirado, para que no se lesione, para que no haya discutido con su mujer, para que no le haya salido un grano la ingle). Estoy angustiado por el once que El Chemo (¡y, olé!) pondrá en la cancha contra los paraguas. Preocupado por el equipo que Bielsa armará con los chilenos. Inquieto por saber con quién y dónde veré los partidos. Les puedo asegurar que son preocupaciones muy serias y que nada tienen de estúpido. Es parte del ritual habitual de esa religión sin religión, de ese culto de estrellas y con dos dioses que se llama fútbol. Una creencia tan válida como cualquier otra donde los símbolos adorados son camisetas multicolores, botines estrambóticos y un balón en forma tan circular como la hostia (solo que más grande), que rueda a lo largo y ancho de un templo alfombrado de verde. Esta es una fe casi excluyente y exclusiva que se comparte solo con los hombres de verdad, con esa estirpe única de machos a los que les gusta el deporte viril por excelencia. Una devoción poco extendida a las féminas, a las que, salvo honrosas excepciones, es imposible explicarles mandamientos tan elementales como la Posición Adelantada. Esa negación por ejemplo, es la generadora de conversaciones que se inician comprensivas y pacientes y que terminan casi siempre en discusiones con amenaza de divorcio: “No, amor, ese de camiseta azul es el delanter… no, no sé si es churro, gorda, si tú lo dic… sí, ya sé que suena sonso eso de `delantero, adelantado´ per… no ese es el defensa, no, no pue… porque sería autog… ¡porque no se puede, caracho, punto!”

Nada hay de estúpido en esa adoración que hace que sus seguidores en cualquier esquina o lugar -desde el barrio más pobre a la residencia más exclusiva- discutan sobre de las posibles alineaciones, la estrategia a seguir, de cómo viene el rival; de las ansias y los deseos acerca de que esta vez será distinto; de que la historia tiene que cambiar, que 25 años sin un mundial es demasiado tiempo, hermano; sellando estas pseudos oraciones con ese amén que es tan peruano como el cebiche: “ojalá”.

Y esta es mi oración: Este sábado saltaremos otra vez a la cancha pero esta vez es en serio. Te pido que todo salga bien, Papá Lindo, que tú sabes que eres tan peruano como nosotros, así que no te olvides de tu gente otra vez. Ya bastante maltrecho nos traes con un terremoto, dos Humalas, un Alan por segunda y un Burga recargado. Ya insinuaste que no te habías olvidado de nosotros sacando de tu galera a esos once conejos llamados “jotitas”. Acuérdate de nosotros Señor y te juro que haré lo posible por boicotear cualquier intento de Escajadillo para que vuelva a escribir sus ridículas arengas en tono de vals. Te prometo recuperar al Zambo Cavero y su “Contigo Perú” y de acordarme de todititas las cábalas para aplicarlas durante los partidos, con tal de que a los chicos les vaya bien este sábado ante los paraguayos y el miércoles ante los usurpadores de nuestro (te incluyo) Pisco. Acuérdate que es tu mes. Que si quieres nos vestimos todos de morado y vemos el partido de rodillas. Avisa no más. Sabes bien que en estas eliminatorias debuto con un once distinto: Luis Eduardo entra de dos, en el lugar de Marcos, con la labor de flanquear la banda y proyectarse para echar sendos centros de cerveza bien helada, que no debe parar de servirse para controlar nuestros nervios. Al medio, Alfi de diez por Mañuco, distribuyendo pases de cancha serrana, aceitunas con rocoto y chifles bien piuranos para controlar los efectos de los centros de líquido dorado. Y arriba, solo en punta, Richard de nueve por Toco, como único centro delantero, con los ojos bien puestos en el partido en caso haya que hacer una chancha para ir por más chelas. Nada es estúpido en este culto, Señor, tú lo sabes tanto como nosotros y desde allá arriba espero que grites junto con nosotros el ¡ta-ta-tatatá-tatatatá, PERÚ! Ojalá.
Tal vez para estas alturas, cuando usted esté leyendo este artículo, Perú hizo una actuación sobresaliente frente a Paraguay y le metió tres a Chile a domicilio. O tal vez, como siempre, toda esta pasión haya sido para nada. ¿Fue estúpido? Sencillamente no lo creo.

ESPADA DE CARTÓN

Una de las premisas que se desprende del libro “La cuarta espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso”, (DEBATE, 2007), es que el amor terminó aniquilando a Sendero. Su autor Santiago Roncagliolo, (Lima, 1975), cita testimonios de senderistas presos y de agentes de inteligencia, donde aseguran que los miembros del partido, tenían prohibido todo tipo de relación sentimental. Pero pese a ser una regla rigurosa dictada personalmente por el propio Guzmán, (que obligaba a los infractores a separarse de inmediato, sometiéndose a un humillante acto de contrición, exponiendo ante el comité central una severa autocrítica no exenta de palabras flagelantes), era incumplida constantemente. Las fuentes de Roncagliolo aseguran que en virtud a estos errores o “debilidades” sentimentales, se produjeron importantes capturas que a la larga fueron determinantes para derrotar a Sendero.

El corazón escapa casi siempre a los veredictos y normativas de cualquier organización civil, militar o política, y al parecer Sendero no fue la excepción.

Incluso pese a su propia prohibición, el mismo Abimael tampoco pudo evadir la tentación de rendirse al amor. Tal vez por esa carencia materna en su más tierna infancia -suplida tardíamente por su madrastra Isabel- buscó la compañía no de una, sino de dos mujeres que incluso lo sucedían en el mando: su esposa Augusta La Torre y Elena Iparraguirre, su actual pareja. Roncagliolo llega a deslizar, como tantos otros antes que él, que la primera tal vez haya sido víctima de un crimen pasional, teniendo como victimarios nada menos que a la camarada Miriam y al propio presidente Gonzalo, quienes habrían decidido asesinar a La Torre, con el propósito de perpetuar su idilio (1).

“La camarada Norah murió del corazón. El partido lo decidió así”, fue la sentencia lacónica de Iparraguirre, ante la pregunta de directa de Roncagliolo sobre el destino de la esposa de Guzmán. La respuesta es registrada en el capítulo “La abeja reina”, tal vez uno de los más logrados del libro, que detalla su encuentro personal con la mujer del líder de Sendero, en la cárcel de mujeres de Chorrillos.

Roncaglio llega hasta ahí. Esta es su mayor aproximación al corazón de la bestia. Pese a sus intentos, no puede escudriñar más en el interior del “movimiento subversivo más letal del mundo” (2).

Entendido inicialmente como un reportaje sobre la cúpula de Sendero y con la promesa de entrevistar a su líder máximo Abimael Guzmán Reinoso, para el diario El País, Roncagliolo empieza su relato desde su llegada de España. Su misión se va complicando cada vez y revelándose ante si, espacios y reflexiones nunca antes tomadas en cuenta por el autor, casi como si del Dante y su descenso al averno se tratara. Al final, el reportaje se convirtió en un libro, más por expectativas comerciales, que por méritos narrativos o aportes históricos. Pero no es precisamente la narración el problema del libro. No. Ducho al fin y al cabo en las artes de escribir (sin ser ningún talento descollante), el autor de “Abril Rojo” y de “Pudor”, nos entretiene con una prosa ligera y dinámica que captura desde el inicio hasta el final. Su principal yerro, está __________________________________
en su incansable afán de humanizar inútilmente a los integrantes del grupo que desangró nuestro país. Y no es que la intención per-sé esté errada. Son los tibios resultados que obtiene al darse una y otra vez con esa obsesión por encontrar el “detrás de” en la actitud irracional de los senderistas. Cualquiera de sus intentos por abordar la vida personal, íntima, de los protagonistas del movimiento terrorista, se dan de lleno con una muralla infranqueable: la estructura mental de sus líderes, que están regidos rigurosamente por el pensamiento guía del Presidente Gonzalo.

Pero no solo la tozudez que raya en el fundamentalismo religioso de la cúpula del senderismo, impide que Roncagliolo logre su cometido. Su inexperiencia y su falta de aquél olfato periodístico de perro de presa, (tan aceitado en viejos zorros como Gorriti o Uceda y hasta en el polémico Umberto Jara), impiden que éste haga “las preguntas correctas”, como él mismo se lamenta a lo largo de sus páginas. Roncagliolo entonces urde un paliativo para enriquecer el relato. Para hacerlo digerible. Para contar “algo”. Emplea la primera persona para narrar los avatares de un periodista en busca de la “noticia del año”. Y es aquí donde el autor de “La cuarta…” se equivoca. Nos ha vendido en toda entrevista promocional que realiza (en la TV, en la radio), que el lector se encontrará con un texto cargado precisamente de intimidades de los líderes se Sendero. Que tendremos entre las manos un libro que escudriñará el verdadero corazón del monstruo. Que analizará el por qué tuvo simpatizantes incluso en la misma población civil que sojuzgó. Pero el libro termina siendo más una historia sobre el narrador de la historia que sobre la historia misma. Un resumen de libros y artículos periodísticos ya conocidos y harto leídos, matizados con tímidas entrevistas a agentes e inculpados. Roncagliolo se equivoca también al yuxtaponer a sus limitaciones como investigador, sus propias experiencias. Nos llega a narrar (inútilmente pienso) su cercanía con aquella izquierda romántica de los setentas, virtud al exilio mexicano de su padre, un conocido ideólogo izquierdista de los setentas. Se equivoca al tratar de personalizar, de vincular la tragedia que significó Sendero, a partir de su cercanía a esa “otra izquierda”, empalagándonos incluso con referencias a su “tío Alfonso”, quien no es otro que Barrantes Lingán.

Es justamente cuando Roncagliolo se despoja de este atavismo, que logra sus mejores páginas. Es cuando descubre y reflexiona sobre la indiferencia actual de la gente respecto al tema, como una suerte de negación generalizada de la guerra. Como si quisiéramos pensar que nunca pasó lo que pasó. Acierta cuando reflexiona en tanto y cuanto, los peruanos, simplemente cerramos los ojos para no querer ver precisamente al verdadero monstruo: la pobreza y la desigualdad de nuestro país. Cuando advierte que, pese a los 70,000 muertos, aún no queremos entender por qué nos pasó. Pero lamentablemente estas reflexiones duran poco y están teñidas de ese “yo” que enturbian precisamente la riqueza de ese análisis.

Pienso que “La cuarta espada…” decepciona. Uno se encuentra con muy poco para la reflexión y el análisis, como aquél del enunciado con el que abrimos este artículo: el amor terminó por aniquilar a Sendero. Tal vez especular y fabular en torno a este hubiera sido más interesante para conseguir un relato novelado más significativo. Las páginas de “La cuarta espada…” terminan siendo tal como Roncagliolo cierra su último párrafo, como el cielo de Lima: igual de gris. El joven autor, ha quedado en deuda.

QUÉ ENVIDIA SIENTO POR LAS MUJERES

MUJER SOY Y NO ME COMPADEZCAN

Últimamente vengo sintiendo envidia por aquellos seres humanos que luego de ser concebidos optaron circunstancialmente por nacer mujeres. Y al decir esto no estoy haciendo una confesión de parte ni saliendo oficialmente del closet. No. Sencillamente siento envidia sana y sincera. Y es que leyendo los e-mails masivos que vienen abarrotando mi bandeja del correo por estos días, constato lo maravilloso que hubiera sido pertenecer a esa casta privilegiada de seres llamados “de Venus”.

Motivadas seguramente por el “Día mundial de la mujer”, amigas mías me vienen enviando adjuntos hechos en power point, que son presentaciones alusivas a la efemérides en cuestión. Más allá del tono satírico de algunas de esas presentaciones o al tufillo reivindicatorio de otras, he podido constatar que las mujeres son realmente excepcionales. ¿Por qué lo digo? Porque según lo leído son definitivamente más inteligentes que los hombres, más trabajadoras, más emprendedoras y más geniales que nosotros. Ellas no solo laboran ocho infatigables horas en una oficina socorriendo a un jefe renegón y poco comprensivo, sino que luego -cansadas pero contentas- llegan a casa para desempeñar sus labores domésticas, con el mismo empeño y devoción. ¿No son fantásticas? ¿Qué hombre puede hacer algo así? ¿Quién de nosotros puede, pese al cansancio de un día de trabajo, atender las quejas de un marido reclamón y consolar a uno o a varios niños llorones? ¡Ellas, claro! ¡Sólo ellas! ¡Y todo lo hacen con una sonrisa de ángel, luciendo el maquillaje de la mañana casi intacto, con la panty-media sin haberse corrido un solo milímetro y sin siquiera haberse quitado los zapatos de taco cinco con los que salen a diario a trabajar! ¡Y eso no es todo! Cuando salen, les abren todas las puertas, no pagan la cuenta, les ofrecen un lugar en un espacio atestado de gente y además, por si fuera poco, cuando las engañan soy ellas las traicionadas (qué pena), pero si engañan… ¡¡el cachudo es uno!! ¡¿No es increíble?!

Les juro que con tantas ventajas hasta estoy remotamente pensando (insisto, remotamente. A lo lejos. Casi, casi, en un juego de exclusiva retórica mental), si no hubiera sido más interesante nacer mujer.

Claro, si tan solo alguien se hubiera dado la molestia de escribir aquél libro imprescindible. Ese best seller inexistente. Esa guía tan necesaria como imposible: “El perfecto manual para entender el comportamiento femenino”. Con él a mano, tal vez la cosa sería más fácil tanto para los que quisieran migrar hacia el sexo débil, como para aquellos que simplemente quieren entender. (Cosa casi imposible).

Quisiera entender por ejemplo cómo seres tan excepcionales, tan devotos, tan entregados, pueden hacer todo lo que hace y más, cuando cada mes tienen que enfrentar los dolores incómodos de una enfermedad de la que jamás se contagiaron. ¿Cómo pueden lucir tan radiantes pese a la irritabilidad de aquella ineludible fecha? Es injusto que a seres tan llenos de virtudes, tan superiores, no se les pueda entender cuando un “sí” suyo es un evidente “no” (¿es que acaso tú no te das cuenta de nada, insensible?). O cuando un “no” delicado y cálido, quiso decir un contundente “sí” (preferiste quedarte en la sala viendo tu partido y no venir a la cama. ¿Qué te pasa? ¿Acaso tienes otra?). Comprender, reitero, apenas comprender, cuándo un chiste o un comentario bobo de estos seres superiores, es una invitación a “algo más” y cuando los haces tú, es una de tus cochinadas de siempre o sencillamente una pachotada. ¿Cuándo les haremos justicia comprendiendo el por qué esa falsa manera de decir “hoy me duele la cabeza”, suele ser tan contundente y absoluta? (Lo único que haces es pensar en ti, egoísta). Les haríamos un sincero homenaje si intentáramos comprender cómo se es supremamente inteligente, cuando te preguntan cinco minutos antes de salir: "me pongo el rojo o el negro, mi amor?" Y cuando uno opta por el negro, te gritan histéricas: "¡Ajjj, pero con el negro me veo gorda, con el rojo no combina nada y con el blanco ni hablar porque estoy con la regla!” Para agregar llorando: “¡No tengo nada qué ponerme, no voy a ir a ninguna parte así. Anda tú si quieres...!” Y cuando uno parte, entendiendo que aquella fémina en crisis necesita estar sola, lo esperan en la madrugada con cara larga recriminándonos nuestra indiferencia. (A veces pienso que ya no me quieres. ¡Me largo donde mi mamá, para que pienses mejor cuánto valgo!)

¿POR QUÉ LAS LÍNEAS DE TRANSPORTE INTERPROVINCIAL?

Las líneas de transporte interprovincial tienen dos maneras de lesionar a sus pasajeros: accidentarse (costumbre cada vez más frecuente) y atarantarlos con esperpentos musicales. ¿No les basta acaso con traernos en buses camión, sin cinturones de seguridad, haciendo escarnio de la “tolerancia cero”, para encima clavarnos a decibeles infrahumanos los vídeos del infame Arjona o el unplugged del desafinado Sánz?

Sin embargo un día de aquellos, y luego de más de 30,000 kms recorridos en carretera este año, finalmente estos sujetos acertaron. Tras 14 horas de viaje de Cajamarca a Lima, el bus que me transportaba me despertó una mañana con el estupendo tema “El nacimiento de Ramiro” de Rubén Blades. Ese despertar fue perfecto. Iba a Lima precisamente a ver a mis hijos, cuando empezó a sonar aquella letra magistral que reza, “… nació mi niño, mi niño nuestro niño, ¡quién lo creyera!”. Me desperté maravillado escuchando la misma estrofa que repetí hasta el cansancio cuando nació mi hijo mayor, y el coro que volví a cantar cuando llegó el menor: “…abran los balcones beban rones, rompan lo que quieran que lo pago yo”.

“El nacimiento de Ramiro” es parte de la aquél magnífico álbum doble titulado “Maestra vida”, lanzado por la FANIA en 1980. Aparte de “El nacimiento…” destacan temas como “Manuela”, “Carmelo (Parte I y II)” y el estupendo “Prólogo”, espectacular tema fusión con instrumentos sinfónicos y de salsa. No puedo dejar de mencionar tampoco al tema que da nombre al álbum, cuyo coro es un clásico: “… maestra vida, camará, te da te quita, te quita y te da”.

“Maestra…” es la primera ópera salsa de la historia, y marcó un hito en el género de la salsa. Blades fue un adelantado de su época e introdujo elementos de la narrativa literaria latinoamericana a la música, algo impensado por aquél entonces.

Este magnífico trabajo musical cuenta la vida, pasión y muerte de Manuela Peré y Ramiro Da Silva, una pareja que se conoce en medio de los avatares de un barrio popular de cualquier país de Latinoamérica. Es en ese ambiente festivo -a pesar de las estrecheces económicas y los problemas- que se enamoran, se casan y tienen un hijo, Ramiro Jr., sobre el que cifran toda esperanza. Pero como suele suceder en la vida real, esta no tiene un final feliz: Jr. termina siendo un delincuente; los protagonistas envejecen y mueren solos, mientras esperan inútilmente el regreso de su hijo.

La dupla conformada por Blades y el puertorriqueño Willie Colón, llegó a su clímax con ese trabajo. La espectacular letra de Rubén, llena de imágenes y referentes comunes al barrio, a la esquina, a la “mancha”, nos aproximan a la propuesta latinoamericanista que Blades plantea en casi todo su trabajo. Y es en ese “reconocernos”, que el panameño explaya su mensaje integracionista, el que se puede resumir en una de las estrofas de su también magistral tema “Plástico”, “…una Latinoamérica unida, la que Bolívar soñó”.

Más allá de sonar por momentos empalagoso y hasta demagógico, los componentes de la propuesta musical de Blades, son únicos. Sin embargo estoy seguro de que de no mediar la presencia en los arreglos de otro grande de la salsa como Colón, la propuesta de Blades no hubiera tenido la trascendencia que tuvo. El puertorriqueño dejó su sello inconfundible en todas y cada uno de los trabajos que hizo junto a Blades, desde la época de "The good, the bad and the ugly" (la primera grabación que hicieran juntos en 1975), y en “Maestra…”, su aporte es notable. Ese trombón desgarrador, hondo, que golpea con atisbos de tristeza -más allá de si el tema es una salsa festiva o un bolero melancólico- marca de manera peculiar la narración de la historia de Ramiro y Manuela. En mi modesta opinión, ese trombón cargado de notas de un agridulce dolor muy latino, es el principal aporte del arreglista en ese trabajo. Mención aparte es precisamente el arreglo que hace para el tema “Prólogo”, con música de vientos y cuerdas clásicas, como un preludio a la presentación de los ritmos típicos de la salsa. (Algo similar a lo que hiciera también con el genial instrumental “La china cubana”, tema que grabara con la Filarmónica de Puerto Rico).
Luego de casi 20 años juntos, y tras haber creado auténticos clásicos como “Siembra”, “Pedro Navaja” y “Tiburón”, una de las parejas más innovadoras de la salsa de los setentas, representantes notables de aquél estilo musical llamado “Salsa Dura”, decidió separarse. Después de habernos emocionado con versos tan memorables como, "…dime cómo me arranco del alma esta pena de amor…"del tema “Dime” y su contraparte, esa celebración al amor que canta, “…por el amor aprendí que todo es alegría. Porque llegaste tú y alumbraste la al alma mía con tu luz”, de “Yo puedo vivir del amor”, ambos tomaron rumbos diferentes. Unos dicen que fue por desavenencias económicas, otros que por celos. Colón habría estado resentido con la fama de Blades, de la cual él habría sido considerado su sombra; el panameño habría estado inconforme por los comentarios que afirmaban que, sin la música del puertorriqueño, su temas no hubieran los éxitos que fueron. Por eso tal vez haya sido una manera de tomar distancia de los arreglos musicales del hombre del trombón, y Blades lanzó en el 84 un álbum espectacular, que superó -dentro de su estilo- el trabajo de “Maestra Vida”. Este trabajo se llamó “Buscando América”, y tiene la peculiaridad de que fue grabado utilizando samplers y sin un solo instrumento de viento. ¡Ni uno solo! La forma de decirle a Colón y al mundo, que no los necesitaba para seguir siendo grande. Un alarde de autosuficiencia por parte de Blades, con la intención de decirle a todos que no necesitaba a su ex socio para lograr una pieza de antología. “Decisiones”, “El padre Antonio” y como no, la adaptación de “Todos vuelven” del peruano César Miró, son lo mejor de aquél trabajo. (En su versión en vivo incluso Blades le hace un homenaje a los peruanos cantando el verso, “…todos vuelven recordando a los muchachos, de la gran Alianza Lima”, en alusión a los potrillos que partieran aquél 8 de diciembre de hace 20 años). Blades siguió innovando. Luego de grabar su “Sorpresas”, (en la que figura la segunda parte de Pedro Navaja, con la historia del famoso hampón y su asombrosa resurrección) siguió con el éxito titulado “Escenas”. Posteriormente grabó un disco con temas inspirados en cuentos de García Márques, que tituló “Agua de Luna” y que pasó un tanto desapercibido (incluso no se lanzó en el Perú). Ese trabajo fue el primero de varias propuestas “exploratorias”, que siguieron con un disco en inglés al que llamó “Nothing but the truth” (donde el mítico Sting presta su legendario bajo y hace los coros en un par de canciones). Éxitos más recientes son “Tiempos” y “Mundo”, donde incluye temas musicales donde fusiona cajón peruano y gaitas irlandesas. En suma, un grande. Si es así, que los buses interprovinciales que me sigan despertando con música de verdad, como el que dio pié a este artículo. Ahora bien, si en una de esas mañanas me despiertan con Marilyn Manson o System of a down, probablemente será la primera vez que un pasajero le pide a la azafata que se case con él en ese mismo instante.

PASAMOS UNAS MINI VACACIONES

Con apenas 70 soles el en el bolsillo, hace poco pasé las mejores vacaciones en mucho tiempo. Fueron unas mini-vacaciones la verdad. Ocupé por tres días y dos noches la suite de lujo de un hotel cinco estrellas y, como no podía ser de otra forma, estuve muy bien acompañado. La descripción del paraíso incluye habitación con cama extra-king, jacuzzi, room service 24/7 (con mozo al que se le borraba rápidamente la sonrisa cuando no recibía la suculenta propina habitual) y el espíritu de “Un mundo para Julius” rodando por los pasillos de aquél clásico hotel. Fueron tres días dos noches viviendo a todo meter, cortesía de un paquete especial al que me afilié hace poco menos de un año, cuando la billetera no apretaba tanto. ¿Debo dar detalles de la experiencia? Pues ahí van: nos tomamos el pelo con bromas de todo calibre, reímos hasta quedar roncos, comimos hasta reventar, bebimos todo lo bebible del frío bar, luchamos como auténticos campeones de la WWE y usamos el jacuzzi hasta el hartazgo (al que le vaciamos toda la ración de espuma a la que teníamos derecho, más dos tubos de champú que compré en un autoservicio cercano).

Fuimos tres niños durante ese fin de semana. O a decir verdad -luego de ver a mi hijo mayor sumergiéndose en la malteada de espuma de champú hecha por el jacuzzi- éramos en realidad un niño que se había vuelto hombre, un adulto que quería volver a ser niño y un niño de verdad al que le gusta que lo llamen “jovencito”.

No nos tocó días de piscina, así que las gélidas aguas del gigante pallar celeste que dormitaban tranquilas justo debajo de nuestra ventana, nos hacían cachita desde el primer piso del hotel. Eso nos importaba poco la verdad. Para aguas teníamos suficiente con la del jacuzzi de nuestra suite, así que decidimos cambiar de entretenimiento la mañana del domingo. Luego de voltear tres veces la mesa del gigantesco desayuno-bufete, nos fuimos de trekking citadino para recuperar el aire perdido en la comilona. Anduvimos cuadras de cuadras por las veredas de San Isidro. Era una mañana típicamente gris de junio. Sé que a muy pocos les gusta esa tonalidad limeña del tipo “pecho de rata”, y lo entiendo. Pero a decir verdad, yo la disfruto muchísimo. El frío, la garúa, el estado melancólico en que se ven las cosas en medio de un tráfico dominical casi inexistente, generan en mí un profundo sentimiento de pertenencia difícil de explicar. Un Yo interno muy limeño, aflora de pronto y me dice que (para fortuna o desgracia) soy también parte de esa nostalgia. De ese gris indefinido. De esa bruma que no es más que una costra mezcla de humedad, smog y tierra que el viento sube desde los acantilados y arrastra desde las huacas aledañas. Pero además las calles domingueras de San Isidro, tienen además un significado especial para mí.

Para darle descanso a su madre-trabajadora, los domingos por la mañana, solía apertrecharme con sendas mamaderas con agua de anís, una dotación importante de pañales y me arrancaba a caminar con mis hijos por las calles de aquél distinguido distrito. Mis hijos y yo caminábamos durante horas, o mejor diré, yo caminaba empujando sus coches, mientras que ellos sencillamente disfrutaban del paseo.

Más de 12 años después, transité nuevamente por esas mismas calles. La diferencia era notoria. Antes era más fácil para ellos: simplemente papá hacía todo el esfuerzo. Él empujaba mientras, mamadera en mano, ellos observaban tranquilos del paisaje. Ahora –generación post-Nintendo a fin de cuentas- la caminata se les hizo inaguantable. Hubo que contener las quejas y refunfuños de los revoltosos, por lo que eché mano de mi espíritu creativo: pasamos de adivinar las banderas que adornan las residencias de los embajadores que abundan por la zona (con la promesa de regresar al hotel si acertaban), a las diferentes historias de mi infancia y juventud (cuya condición era también volver, si acaso les aburrían). Felizmente ellos no acertaron ni una sola y yo los entretuve con mis historias (las que sazoné deliberadamente con datos fantásticos que causaron el efecto que pretendía).

Anduvimos durante más de tres horas. Fue sencillamente mágico. Recuperé, de un modo distinto, aquella intimidad que construimos cuando ellos eran bebés y yo era papá en estreno. Me pareció maravilloso que haya podido voltear nuevamente aquellas mismas calles con esos dos chicos a los que veo cada quince días, (período en el que inexorablemente el tiempo hace su trabajo y me los devuelve centímetros más altos, y con la voces cada vez menos agudas), tal como lo hiciéramos años atrás. En esa caminata, recuperé algo de eso que temo estar perdiendo y que tengo luchar a diario para recuperar: la intimidad entre un papá y sus retoños. Pese a que hago denodados esfuerzos por mantenerme presente en sus vidas a través del teléfono, del Internet (sí, la tecnología tiene cosas definitivamente buenas) y las mil y una maromas que invento, siento que estoy perdiendo inexorablemente valiosos instantes de su crecimiento. Por eso valoro tanto esos momentos en los que, gracias a Dios, la magia se presenta y recuperamos los instantes perdidos.

Tengo muchas fotos de mis hijos. Varias de ellas me han acompañado a lo largo de mis últimos años de peregrino sin destino. Son parte de mis recuerdos. Son el velcro que me pega a la vida, el prozac emotivo que necesito para saltar de la cama cada mañana. Pero hay una foto en especial que me estruja el corazón cada vez que la contemplo: la de mi hijo menor con una miradita inocente y una sonrisa despreocupadamente feliz. Se la tomé cuando apenas tenía dos años de edad y le sonreía feliz a su madre que le hacía un apapacho sonoro a mis espaldas. Resulta que desde hace años no veo en mi hijo aquella misma expresión. Me pregunto por qué. Muchas veces contemplo aquella fotografía y un gran sentimiento de vacío y culpa me embargan. ¿Qué hice para borrar de ese niño aquél gesto feliz? ¿Qué estoy haciendo para volvérselo a dibujar en su tierno rostro?

Cientos de pasos por largas veredas mojadas por la tenue garúa de junio, en medio de adivinanzas sobre los colores de unas banderas, mis historias (mitad verdad mitad invento) y sus preguntas emocionadas para saber “más del papi”, me devolvieron por instantes aquella misma expresión. Me quedó la sensación de que debo seguir andando, y redoblar el paso antes de que sea tarde, (pensaba), mientras transitábamos por aquellas calles llenas de unas nostalgias tan mías como el cielo gris de Lima. Me prometí que debo hacer el esfuerzo necesario para mantener viva esa conexión y devolverles la sonrisa a mis hijos… para que esta vez, no se les borre nunca de sus rostros.

Luego de haber circulado varias veces al “God of War II” del Play Station (en modo “Dios”), los tres estábamos echados boca arriba en la cama extra king, mientras nos llenábamos de nostalgias. Concluimos que habíamos pasado tres días espectaculares y que nos daba muchísima pena separarnos. Nos hicimos promesas futuras. Yo les prometí que trabajaría mucho para poder tener más momentos como ese. Sentido, mi hijo menor, me prometió que estudiaría mucho para que yo me sienta orgulloso de él. El mayor, adolescente al fin y al cabo, permanecía callado. Cuando le pregunté si él tenía algo que decir, me dijo contenido y con lágrimas en los ojos, “…y yo… yo te prometo, papi, que no voy a ver más páginas porno en Internet”. Aguantando mi sorpresa (y la risa) y asumiendo un esforzado aire de naturalidad, le dije que eso estaba muy bien. Que no estaba en edad.

Internamente concluí que debo estar más cerca de mis hijos, y acaso andar miles de cuadras más para saberlos bien encaminados.

ODIO A WALT DISNEY

Odio a Wal Disney. O mejor diré que lo odiaba, porque ahora hay gente a la que odio más. Lo odio (o lo odiaba) porque me causó uno de mis primeros traumas infantiles: mató sin asco ni piedad a la mamá de Bambi. Recuerdo que lloré desconsoladamente cuando el emblemático siervito le preguntó a su padre dónde estaba su madre y éste le respondía seco que mamá no volvería porque los cazadores la habían matado. ¡Eso no se le hace a un niño de seis años, Walt! ¡Al menos no sin una advertencia! Debiste haber puesto algo así como “en medio de una de las películas más tiernas de la historia del cine, la felicidad de un bosque maravilloso y la del un joven cervatillo, serán destruidas por el asesinato brutal de la madre del protagonista. Padres, abstenerse de llevar a sus hijos”.

La herida de aquella escena ni siquiera se equiparó a otros dos traumas mediáticos de mi infancia. La despedida del Topo Gigo de la TV también marcó a quienes solo contábamos con tres canales en nuestros receptores en blanco y negro sin control remoto (léase a los de mi generación). Recuerdo hasta ahora cómo el andrógino ratón se despedía de Braulio Castillo, elevándose por la parte superior de su mini-anfiteatro, tomado de un manojo de globos. Gritaba “ciao”, “adío”, con su voz nasal y chillona mientras agitaba su manita y movía la cabecita disforzado. Ni siquiera el alejamiento del Tío Jonnhy (otro trauma) causó en mí tal remesón como la muerte de Bambi´s mom.

Algo más grandecito ya, y cuando creí que había superado el impacto de Bambi, fui al cine a ver una reposición de Dumbo y el inefable Walt lo hizo otra vez. En una escena el elefantito estaba desolado. Habían encerrado y encadenado a su madre por loca, tras haberlo defendido con furia de unas elefantas que se burlaban de sus orejotas. Juro que no he vuelto a ver esa película. Pese a los años transcurridos recuerdo la imagen de la trompa de la elefanta encerrada, saliendo de entre unos barrotes buscando a tientas a su pequeño hijo para consolarlo y acariciarlo.

¿A quién se le ocurre someter a las madres de los personajes animados más famosos de los primeros tiempos a semejantes vejaciones? ¿Qué mente desquiciada podría maltratar así la majestad de la maternidad? Nadie como Walt Disney para hacerlo junto a su innegable talento para vender a través de uno de los recursos masivos más efectistas: el melodrama. (Tal vez fue gracias a él que años después me dediqué a escribir telenovelas. No lo sé).

Pero empecé diciendo que ya no odio al papá de Mickey. ¿La razón? El melodrama de ficción que destrozara el corazón de un niño (es decir el mío), ha sido largamente superado por el melodrama descarnado y brutal de la realidad. El crápula de mi niñez es un chancay de a medio al lado de los que vienen destrozando la figura de la maternidad hoy en día. Y no son pocos los que ponen de su parte en este neo matricidio. La lista de aquellos que hacen añicos la imagen materna va desde las aparentemente inofensivas mujeres que se casan, (que se arrejuntan o simplemente “están” con un hombre), con el único y exclusivo propósito de tener un hijo y sentirse realizadas como madres, sin importarle un bledo que la criatura crezca o no al lado de un padre. Están también las “ex” que sustentan el éxito de su maternidad, presionando hasta el hastío al marido alejado, para ver el incremento personal de su propia economía, sin pensar un segundo en sus hijos. Está aquella máquina espeluznante que prolifera por Europa, donde una mujer puede dejar abandonado y confortable a su hijo en una suerte de incubadora callejera, como alternativa a dejarlo morir de frío. Se le salva la vida, dicen algunos, pero ¿qué hay de las criaturas que fueron concebidas y libradas a su suerte en una máquina sin el más mínimo sentimiento maternal? No quiero ni imaginarme una generación masivamente criada por cajas ultramodernas, orfanatos y albergues sin la calidez y el cariño de una madre. O tal vez ya estén aquí. Tal vez de esa gente sin amor de madre en su infancia, provenga ese argumento tan absurdo como macabro del puritanismo religioso, (paroxismo de los matricidas): los ecologistas, ligados a comunistas herejes, se preocupan más por proteger a la tierra que a los propios seres humanos. ¿En que momento Disney fue superado por esos Chukies fanáticos que niegan algo tan elemental como que la tierra es la madre de madres? ¿Que ella es un enorme útero que nos alberga a todos, que nos da abrigo, protección, alimento, oxígeno y que sin embargo estamos matando sin culpa ni arrepentimiento? ¡Sencillamente estamos matando a mamá! ¡Somos peores que los cazadores que mataron a la mamá de Bambi!
Por eso creo que el viejo Walt ha sido superado de lejos y yace a la espera de volver recargado desde el fondo de su criogenia. Solo puedo decir que la maternidad en estado puro está a salvo en aquellas madres de viejo y nuevo cuño que aún existen y creen todavía en valores aparentemente obsoletos como abnegación, sacrificio, entrega y perdón… es decir amor de madre pero el de verdad. Para todas ellas (y a la mía en especial) gracias por su valerosa y digna resistencia.

NO ES FACIL VIVIR EN EL PERÚ Y SOÑAR

No es fácil vivir en el Perú y tener sueños. Ser lírico y pensar que “todo será diferente”, “mejor”, es un ejercicio casi inútil entre nosotros. Al final uno corre el riesgo de sentirse bobo, idiota, hasta extraterrestre. Quizá sea por eso que la gente que camina por las calles apenas sonríe. Vivimos pensando más en sobrevivir, en defendernos del otro, antes que “perdiendo el tiempo” imaginando, pensando que algo puede ser distinto.

La navidad que pasó soñé que iba a ser especial. Lo sería en virtud a mi promesa de cambiar, de disfrutar de ese espíritu al que siempre me resistí. Tenía el firme propósito de liberar demonios añejos. Quería compartir con mis hijos cada instante. Quería verlos felices al abrir sus regalos, verlos sonreír al lado de su papá. Ese era mi sueño pero olvidé que uno no puede dejar de estar en permanente estado de alerta, ante aquellos que tienen la indecente misión de despertarte de un zarpazo certero. El 23 por la noche, luego de haber dedicado el día entero en los preparativos para la noche buena, llegué a casa con mis hijos y descubrí que me habían robado. Habían entrado y vaciado mi casa casi por completo. Incluso se habían llevado los regalos que reposaban debajo del árbol de navidad. Lo peor no fue mi desilusión. Lo más triste no fue imaginar a los ladrones riéndose de lo bobo que fui. Lo más lamentable fue constatar el desconcierto de mis hijos, su ofuscación. Ver en sus caritas que se daban cuenta que nada iba a salir tal como soñé, como les hice creer, me demolió.

Los acosté prometiéndoles que todo sería distinto a la mañana siguiente. Llamé a la policía y lo que siguió parecía inspiración de Ionesco: El técnico que viajaba en la camioneta de serenazgo me preguntó si los trabajadores del grifo vecino habían visto algo. Le dije que no tenía la menor idea. “Seguramente que no, esos nunca saben nada, pero igual ha debido preguntarles”, me dijo con cierta sorna. ¡¿Yo?! Exclamé lleno de bronca. El policía ni se inmutó. Me sugirió que me acercara a la comisaría al día siguiente para obtener una copia de la denuncia y se marchó sin más. Pasé el resto de la noche recogiendo y ordenando lo que quedaba, tratando de que el despertar de los chicos no fuera tan funesto. Al día siguiente había que cambiar chapas, reforzar la seguridad, ir por más regalos, no sé...
En el desayuno apenas si hablamos. Los tres estábamos ensimismados. Volví por mis fueros y traté de animar el ambiente prometiendo que pese a todo, esa navidad sería la mejor. Me estaba esforzando. Quería hacer que los niños se olvidaran del lamentable suceso. Pero la realidad volvió a llamar a mi puerta. “De la DIVINCRI, señor. Venimos a levantar las huellas. Espero que no haya movido nada”. Le traté de explicar al encargado que a mí nadie me había dicho algo sobre aquél procedimiento y que no quería que mis hijos vieran todo el reguero producto del robo a plena luz del día. “Entonces no hay nada que hacer”, me cortó el policía impaciente. “Firme aquí y estampe su índice derecho a un lado. Aquí tiene el tampón. Buenos días”.
La comisaría, horas más tarde, fue otra historia. “Si quiere la copia de su denuncia, traiga una especie valorada”, me ladró un guardia que ni siquiera se molestó en levantar la nariz de su viejo cuaderno. Le dije contenido que además de ser 24 de diciembre era domingo. ¿Dónde iba a encontrar un Banco de la Nación abierto? “Vaya usted a la comisaría de Miraflores, entonces”. Y váyanse ustedes a la mierda, pensé mientras me marchaba molesto.

Aquella noche mis hijos y yo nos fuimos a un hotel. Cenamos. Abrimos los regalos. Les dije a los chicos cuánto los amaba. Les dije que pese a todo lo ocurrido, lo importante era estar juntos. Creo que les salvé la noche, aunque no estoy demasiado seguro. Viéndolos dormir pensaba en lo humillado y dolido que me sentía. Pensaba en qué demonios decirles cuando en algún momento de sus vidas me digan que tienen planes, ilusiones, sueños. Me imaginaba respondiéndoles que los realicen lejos de aquí. Que este país no valía la pena y que no se hicieran ilusiones de que esto cambiaría.
Han pasado los días. Hoy estoy más calmado y reflexivo. Sigo pensando que es un disparate tener sueños en este país. Pero hoy creo que debo hacer algo para que ello sea factible. La cara de tristeza y desilusión de mis hijos será el motor que me empuje a hacer que soñar sea posible entre nosotros. Aún no sé cómo lo haré pero necesito hacer esto por ellos. Tal vez en el intento también ayude a que más gente sonría en las calles. Sólo espero no estar (otra vez) soñando en vano.

LUIS VETE DE VACACIONES

“¡Luis, vete de vacaciones!”, era el mensaje que desde la vitrina de un spot televisivo me instaba a arrancarme hacia algún lugar del Caribe, para pasar unos días de ensueño. Convencido, y arrastrando un cansancio laboral digno de caballo de bandido, tomé mi BISA (billete, indumentaria playera, sayonaras y acelerador solar) y decidí pasar unos días en Varadero… una playa pegadita al muelle de Huanchaco en Trujillo.

Luego de ver el último hit cinematográfico en versión pirata a desiveles infrahumanos. Después de haber soportado la tortura de los PRRIIIII de los radio-teléfonos, (posesión que les permite a algunos cretinos conversar a viva voz como si a todos nos interesaran sus asuntos privados), y tras haber sufrido el mayor concierto de ronquidos nocturnos que he escuchado en mi vida, llegué a la capital de La Libertad a eso de las 7 de la mañana. Pese a estar destruido y mal dormido, mis ganas de pasar unas merecidas vacaciones, seguían intactas.

“¡¿Veinte soles?!”, pregunté exaltado al taxista que pretendía llevarme al reputado balneario trujillano por esa suma. “Es que queda bien lejos, pues señor”, argumentó el taxista sonriente, viéndome como si fuera un exagerado luego de que le dije que por ese precio, me regresaba a Lima. Como sea que deseaba descansar mi atribulada alma de trabajador dependiente, depositando mis pies en la arena y bañarlos en el frío mar de Grau, me subí al taxi sin discutir más.

Ya en Huanchaco le pedí al taxista que me dejara ahí no más, en una playa que según un cartel se denominaba “Huancarute”. Quería andar un tanto. Absorber la atmósfera de esa tibia (aún) mañana de febrero. Compenetrarme con el espíritu del balneario más popular de Tru-- “Jefe… ¿no tendrá otro billetito? Este de veinte, no pasa, caballero”, interrumpió mis pensamientos el taxista. “Está rotito, aquí, ¿ve?”. Y fue entonces que caminé, sí, pero para rogar, implorar, que me reciban y cambien un billete de cien. Entré a casi todas las bodegas y las panaderías abiertas a esa hora. Entretanto, el taxista dormitaba en el interior de su auto desde donde bramaba Camilo Sexto su clásico “… jamás he dejado de ser tuyo, lo digo con orgullo, tuuuyoooo nada más”, por las bocinas tan destartaladas como el Ford Escort versión 82 que me trasladó desde la estación de bus. “Debe agradecer en todo caso, que no lo han secuestrado ni asaltado”, me dijo la gentil señora que quiso cambiarme el billete, luego de que le comprara, diez panes inflados con bromato, un cuarto de jamonada polaca y un pomo de yogurt a punto de vencer. Sonreí y pensé que qué me podría pasar en una tranquila ciudad del interior. A fin de cuentas, venía de Lima, la verdadera jungla.

Me instalé en un pequeño hostal ribereño y salí a darle finalmente el encuentro al mar.

“Playa El Varadero”, leí en un cartel que coronaba una fila de caballitos de totora, parapetados contra el muro del malecón. El paisaje no era lo que me imaginaba y tenía muy poco de su referente cubano. Entre restaurantes apiñados, microbuses y combis, que a esa hora empezaban ya a reclamar pasajeros, el lugar tenía nada de aire caribeño y sí mucho de sincretismo entre San Bartolo, Pucusana y Agua Dulce.

Bajé a la arena y caminé por la orilla. Paseé la mirada por la orilla, donde habían carpas de muchachos que dormían la mona, acompañados naturalmente de sus parejas. Avisté algunas guapas turistas. Pensé que en Agua Dulce no abundan las gringas, ni mucho menos se puede acampar sin recibir la visita de atracadores y violadores, así que concluí que un lugar donde deambulaban sin sobresaltos desprevenidas gringas y acampaban despreocupados muchachos, tenía que ser un lugar especial. Tranquilo. Por eso no me interesó siquiera sortear latas de cerveza vacía arrugadas, vasos descartables, bolsas y bolsitas de diferente tamaño y color que yacían desperdigadas por la arena, entremezcladas con las corontas de choclo recientemente rasuradas. No me importó incluso estar a punto de cortarme el pié con el vidrio roto de una botella de ron. Tal vez era el pequeño precio que había que pagar. Vacacionar en el Perú tiene esos inconvenientes pero es más llevadero para el bolsillo que el Caribe, Cartagena o Santo Domingo, a donde uno tiene que acceder endeudándose como Dios sabe y manda. Y para deudas uno tampoco está, no señor. En este país se puede pasarla espectacular, además de comer bien y barato. Gastón, tienes razón: ¡el Perú es el paraíso! ¡Sí, señor!

Tirado en la arena boca arriba planeaba mi día. Más tarde unas cervecitas, un cebichito, ¿unas clases de surf? “¡Za za zá, moviendo el cuerpito, za za zá, moviendo el culito za za zá…!” ¿Qué rayos es eso? ¿De dónde salía esa música? Me había quedado dormido sin percatarme que uno de los restaurantes del malecón, (distante unos 30 metros), había estirado sus dominios territoriales transportado sus mesas y sillas hasta la playa, a escasos dos metros de mí. Claro, era imposible que no trajeran también su bulla infernal. Descubrí además cómo poco a poco la playa se había empezado a llenar de autos y taxis que, en medio del sol de febrero, degustaban sendos potajes, roseados por incontables botellas de cervezas. Y claro, en medio de ese ambiente playero, el Grupo Cinco y Mc Francia se rompían la garganta desde el interior de Ticos, moto-taxis y combis. “Algo de comer, caballero, una cervecita heladita, alguna cosita”, me inquirió un mozo diligente. “Sí, quiero escuchar tan solo el mar, ¿puedo?”.

“Maestro, pedí un arroz con pato y estos son frejoles con cabrito”, le reclamé fastidiado al mozo. “Guitaaaarra, tú que interpretas en tu gritar mi quebranto, tú que recibes en tu madero mi llanto”, gritaba la Allyón desde un parlante vecino. “Usted no es de acá, ¿diga?”, me respondió indiferente el muchacho. Le dije que no, que era de Lima, que estaba de vacaciones. Que por favor apurara con mi pedido y que me trajera una cerveza helada, que esa estaba caliente. “Es que esa ya la abrí, joven”. Me dijo obvio. ¿Y eso a mí qué me importa? ¿Cómo voy a tomar una cerveza caliente en pleno verano?”, le dije. “Esa es la más fría que tenemos. El pedido ha llegado recién”. Insistí: “¿y qué hay de mi arroz con pato?”. “Ya no queda, caballero”.
Ok, ok… no queda más que dormir. Mañana será otro día. Me preguntaba cómo diablos hacía Rafo León para disfrutar del Perú en su “Tiempo de Viajes”, si a uno le traen una cerveza caliente y lo miran con cara de raro, cuando pides la música a niveles razonables. Será cuestión de acostumbrarse, de adaptarse, pensé. Si todos disfrutan, ¿por qué yo no? “¡Corazones SIN-CEROS, Corazones GUE-RREROS, Corazones TRAI-CIO-NEROS…!”. La voz de Daddy Yankee y los bajos estruendosos de su música me levantaron de la cama donde apenas me había echado. “Es de aquí al lado, señor. Es un pub donde están celebrando San Valentín”, me explicó el encargado del hotel. “¿No celebra, usted?”. Celebraría si pudiera agarrar a ese maldito Valentín para estrangularlo y colgarlo de las aspas del ventilador de mi habitación.
Quería pasar mis días en contacto con la naturaleza, con los referentes trujillanos tradicionales, y lo más alejado a aquello conocido como “cultura de consumo”. Pero quería almorzar por lo menos un día en paz. Sin ruido. Así que me aproximé a uno de los modernos malls que han abierto en Trujillo para buscar un referente citadino que me devolviera el equilibrio. Entré a una franquicia experta en pizzas y escuché las frases en las que me reconocía como citadino, “mi nombre es Helen y seré quien la atienda esta tarde”. “Helen”, le dije, “¿por qué no prenden el aire acondicionado? Esto es un horno”. “Ah, es que está malogrado”, me dijo sonriente y se alejó dejándome el menú. Está bien. Era capaz de descender al infierno con tal de tener un almuerzo sin ruido. En paz. “¡¡Atrévete, te, te, te, salte del closet, Escápate. Levántate, ponte hyper!!”. La gente de Calle 13 se había apoderado de la cocina y cantaba junto a mozos y cocineros. Esto ya era demasiado.
“Aquí hay un trujillano”, fue lo primero (y último) que leí de un pequeño letrero que colgaba del parabrisas del primer taxi al que me subí molesto. Trataba de huir del ruido, pero… “…sí, señor. Palmas y cajón, con chicha de moche vamos a brindar”, ladraba una marinera desde los cuatro parlantes del taxi. Estaba a punto de gritarle al chofer mi lamentable existir, sometido a ruidos impensables. Quería confesarle mi calvario. Implorarle que baje el volumen de su equipo. Prometerle que si lo hacía, le compraría un peluche más para que termine de adornar el tablero de su auto en versión kitch. Pero no tuve tiempo. Una cuadra después, cuatro sujetos subieron el auto. “Saludos del pulpo”, me dijeron, antes de meterme el primer puñetazo. Perdiste, tío. Y al final, el que tuvo que guardar silencio, fui yo.
Pude regresar por la buena voluntad de mis amigos del trabajo quienes me enviaron un poco de dinero. Atribulado y agotado con tanto stress, me entregué al sueño sentado en mi puesto número 39 del bus, pese a los radio-teléfonos y a la película pirata de turno. De pronto el estruendo de una de las tantas explosión de “Rambo”, sonó demasiado real. Abrí los ojos instado por mi compañero de asiento. Pensé que estaba soñando cuando lo vi cubierto con un balde de plástico que usaba a modo de casco. Levantando su improvisado casco tímidamente, me dijo urgido que me cubra. Apenas quedaban enteras dos lunas del bus y una era la mía. ¿Qué? “Nos atacan, señor, ¿no ha oído usted hablar del paro agrario?”.
Esto ya era demasiado. La próxima vez me endeudo y me largo (de verdad) al Caribe.

TESTIMONIO DE UN COMUNICADOR

Debe haber sido un tanto chocante para mis padres cuando les dije que quería ser actor. Las tardes dedicadas al teatro luego del horario escolar, fueron momentos que aún recuerdo nostalgia. Los ensayos, los días previos a la función, el estreno a sala llena, con los amigos, la familia, el colegio entero, son instantes que marcaron de manera especial mis últimos años de secundaria. El teatro, la interpretación dramática, me había dado de manera muy incipiente, una forma distinta de ver la vida, de expresarme. Por eso estaba decidido. Iba a ser actor. Mis padres asumieron con prudencia mi determinación. Me aconsejaron (sabiamente), no desligarme definitivamente del camino de las artes, pero sí que estudiara en una universidad. A fin de cuentas, un profesional con un cartón se defiende mejor en la vida, me aseguraron.
Ciencias de la Comunicación fue la carrera que se aproximaba de manera directa a mi vocación.
En la Universidad, descubrí nuevas maneras de expresión, nuevas herramientas, y el universo de posibilidades que pensaba eran infinitas, ahora se multiplicaban casi de manera exponencial.
Durante mis estudios descubrí que más allá de la actuación, me fascinaba la idea de ser escritor y guionista. Empecé con los diversos encargos y ejercicios de los mismos cursos y poco a poco empecé a tener cierta fama de “escritor”. Solía ayudar a amigos que tenían dificultades con sus guiones y eso me abrió las puertas para mis primeras prácticas y trabajos fuera de la Universidad. Antes de terminar la carrera, caí en el entusiasmo generacional de ser “cineasta”, de dirigir mis cortos, hacer “mi” película. El entusiasmo quedó ahí. Sin embargo ello me empujó a trabajar en una productora de comerciales, donde descubrí otra manera de llegar a la gente. Vender “algo” a través de imágenes, contar “algo” en treinta segundos, expresar “algo” en piezas minúsculas. Fue la primera vez que algo “mío”, se veía en la pantalla y llegaba al gran público. Pero mis deseos de aprender, no quedaron ahí. De la publicidad salté a la cámara de prensa. Trabajé como reportero televisivo como camarógrafo de un magazín político. Fueron meses muy intensos y aleccionadores. Pero luego de un año haciendo “primicias” y “destapes periodísticos”, entendí que eso no era lo mío y volví a la escritura. La responsabilidad de escribir los guiones de un programa con un presupuesto nunca antes visto en la televisión peruana, me tomó a penas entrado en los veintes. Felizmente estuve a la altura de aquél encargo y “Nubeluz” se convirtió en un fenómeno a nivel mundial. Aquél éxito me abrió las puertas para desarrollarme como profesional y aterrizar en lo que de veras quería: escribir. Los años siguientes fui dejando de lado mis intenciones de ser “cineasta” y me afiancé como “guionista”. Las telenovelas empezaban a ser un mercado interesante y me subí al coche de aquél boom de los noventas. “Luz María”, “Isabella”, “Pobre Diabla”, “Milagros”, “Soledad”, “Luciana y Nicolás”, “Besos Robados”, fueron las novelas que más satisfacciones me han dado. Llegar a un público de millones de personas en América Latina, Europa y Asia, es una de las grandes satisfacciones que mi carrera profesional me ha brindado.
La docencia empezó casi sin darme cuenta y siempre en paralelo con mi desempeño profesional. Siempre fui un profesor más empírico que teórico. Siempre procuré volcarle a mis alumnos mis experiencias adquiridas “en la calle”, casi, casi, de manera inmediata. (Iba del canal de televisión o de la productora a mis clases en la universidad y las experiencias vividas se convertían prácticamente en materia del día).
Los años siguientes me han permitido transitar por una infinidad de empresas, asesorándolas en temas de comunicación. He trabajado haciendo y dirigiendo vídeos institucionales para una infinidad de entidades. He trabajado en Los Angeles, California, en una empresa dedicada a elaborar contenidos para pod-cast: una verdadera revolución tecnológica que ya está llamando a nuestras puertas.
Ceo que contrariamente a lo que se piensa, la carrera de Ciencias de la Comunicación está absolutamente vigente y la necesidad de nuevos profesionales está en aumento. Es más, creo que un país como el nuestro, ante los grandes desafíos que enfrenta, se requiere de un mayor número de comunicadores. Regiones como Cajamarca, necesitan a gritos profesionales en Ciencias de la Comunicación que tiendan los puentes necesarios para empezar a resolver los conflictos que existen. No me cabe duda que los comunicadores que estamos formando en la UPN- Cajamarca, serán en un futuro cercano, los grandes promotores del cambio y del desarrollo de su región.
Lo mismo ocurre en otras partes. Lo mismo ocurre en todo el mundo. La visión abierta, el panorama amplio que caracteriza al comunicador, le abre las puertas para trabajar y desarrollar su carrera en una infinidad de empresas. Yo mismo soy un ejemplo de ello. Más allá de ser visto como un profesional sesgado, el comunicador es percibido como un persona que puede ser asimilada por cualquier institución y aportar activamente en beneficio de la empresa.
En un país con los índices de desempleo que tenemos, el comunicador tiene la gran ventaja de poder trabajar casi en cualquier empresa.
Los prejuicios que hay en contra del comunicador, son mitos que irán cayendo de a pocos, porque carecen de total sustento.
¿Mis padres? Se sienten muy orgullosos de mí. Se sienten felices de ver al hijo que quería ser actor, en un profesional graduado en Ciencias de la Comunicación, absolutamente logrado y exitoso.

LAVOE

El salsero Willie Colón, que junto a Lavoe integró uno de los binomios más importantes de la salsa, supo describir a su compañero en un homenaje póstumo como: "aquel muchacho que aplicó los cantos de Gardel, Felipe Pirela, Ramito y Odilio con los rosarios de la cruz agregándole la malicia de Cheo y Maelo". Héctor Juan Pérez, nacido en el pueblo de Ponce, el 30 de septiembre de 1946, se trasladó a la ciudad de Nueva York a mediados de la década del 60 en busca de fama y fortuna como cantante. Trabajó por algunos meses con la orquesta del percusionista Francisco "Kako" Bastar, logrando grabar como primera voz del coro en el año 1967. El disco saldría al mercado al año siguiente. Pero durante el mismo 67, se produce su unión con el trombonista y arreglista Willie Colón, que redundaría en su primer disco como cantante principal, "El malo". Héctor, con su estilo callejero y desafiante, resultaría el complemento perfecto para la música de Colón, estridente y atrevida para los puristas en la fusión de ritmos.

Del 1967 al 1973 el binomio produce discos como "La Gran Fuga", "Cosa Nostra", "Lo mato", " El Juicio" y los dos volúmenes de "Asalto Navideño". Los mismos son de vital importancia para la solidificación de la salsa como género. Canciones como "Juana Peña", "Barrunto", "Calle Luna, Calle Sol", y "La murga", son sólo algunos de sus éxitos. Luego de casi una década juntos, Willie, incapaz de seguir el ritmo de vida de Héctor, dado a la juerga y el exceso, decide que es mejor que siga cada cual por su lado. Esto coincide con, o tal vez propicia, la estrategia a seguir por el sello Fania, de lanzar a los cantantes de más éxito como solistas, apartados de las orquestas que le dieran fama. La separación es amistosa y no definitiva, pues Colón fue el productor de varios de los álbumes más exitosos de la carrera solista de Lavoe, que comienza en el 1975 con el disco "La Voz". Le siguen los elepés "De ti depende" y "Comedia", que producen éxitos como "Periódico de ayer", de la autoría de Tite Curet Alonso, y la canción que por siempre le definiría: "El cantante", escrita por Rubén Blades. También fue uno de los intérpretes estelares de la Fania All Stars, dando la vuelta al mundo con ellos.

La muerte de su suegra y su hijo, la fractura de sus piernas al saltar por la ventana de su apartamento que se quemaba, abonaba al tormento que intentaba apaciguar a través de las drogas. Todo esto culmina en el 1988. Tras la suspensión de un concierto en Bayamón que marcaría el reinicio de su carrera en la Isla, Héctor se lanza del décimo piso de un hotel de El Condado. No logra suicidarse, quedando malherido e incapacitado de volver a cantar. Transcurre sus últimos años en Nueva York, donde promotores se lucran presentándolo en conciertos cuando apenas podía hablar. A pesar de las ventas generadas por sus discos, Lavoe se vio en condición económica precaria. Murió el 29 de junio de 1993. Héctor Lavoe es considerado el mejor sonero, después de Ismael Rivera "El Sonero Mayor". Su carisma en tarima y su don de gente fuera de ella, le ganaron la idolatría de su fanaticada, que casi le venera como un mártir de la rumba y la calle. "Héctor le podía mentar la madre a todo el mundo y el público se reía. Lo malcriaron", señaló Willie en una ocasión. Famoso por llegar tarde a sus compromisos, Héctor solía decir que "yo no llego tarde, el público llega muy temprano", en su canción "El Rey de la Puntualidad". En el escrito citado al principio de esta breve biografía, Willie le describe como "graduado de la Universidad del Refraneo con altos honores, miembro del Gran Círculo de los Soneros, poeta de la calle, maleante honorario, héroe y mártir....por eso lo bautizaron como 'El Cantante de los Cantantes".

HOMBRE PAR

¿Quién no soñó alguna vez de niño con tener una capa para poder volar? ¿Quién no quería poseer súper poderes para acabar con los malvados del planeta, y de paso romperle la nariz al abusivazo que tenía paralizado a medio colegio? Yo siempre fui de los primeros en soñar así. ¡Quería ser especial! ¡Quería volar! Aún hoy recuerdo la cara de terror de mi madre, cuando me descubría deslizándome por la baranda de la escalera, llevando la funda de una almohada sobre mi espalda.
“El Hombre Par” no era un súper héroe tradicional. Es más, el Hombre Par ni siquiera era un hombre. Era un niño común y corriente llamado Mitsuo. ¿Qué tenía de particular aquél niño? Que un buen día al lecherazo se le apareció un enmascarado venido de otro planeta, para encargarle luchar por la justicia. Desde ese momento el niño se convirtió en el Hombre Par #1 y en el líder absoluto de un grupo de cinco estrambóticos chiquillos súper-héroes. Varias cosas me gustaban de esa serie. Entre ellas el kit de artefactos que el alienígena le encargó a Mitsuo y al resto del team: un casco-máscara (que les daba la fuerza), una capa, un comunicador e forma de "P" (en épocas en las que no existían los celulares, el artefacto era casi tan fantástico como la capa) y un robot (el cual asumía la personalidad de quien presionaba su nariz). En la imaginación de un niño como yo, no solo me hubiera encantado tener esa capa, sino que hubiera dado lo que sea para poder tener un robot que me haga las tareas. (Confieso que aún ahora sigo esperando que alguien me regale un robot así).
Cuando la serie apareció, eran tiempos de estatizaciones y nacionalizaciones. Tras la toma de los canales 4 y 5, se formó el nefasto TELECENTRO que se sumaba a la señal del estado (sí, en un país donde las dos principales frecuencias privadas estaba en manos del gobierno, también había un canal del estado), para configurar un dial televisivo particularmente pobre. Eran tiempos de programas como PERÚ senteintaintantos, magazín estilo “ómnibus” de los fines de semana, que remataba su programación de cinco horas con el solemne, “Ritmos y Canciones del Perú”, que a fuerza de querer vendernos la música criolla, me hicieron rechazarla por años. Tiempos también de CINCOMANÍA, programa de concursos de preguntas del tipo examen psicotécnico, donde el clímax radicaba en que el ganador, debía embocar una pelotita de ping-pong en un vasito de vidrio del tipo chingana style.
En cuestión de programación para niños, nuestra pantalla era testigo del nacimiento de una pre-estrambótica Yola Polastri y de una pedagógica y aburrida Mirtha Patiño, quienes competían para ganar el espacio dejado por el derrocado Tío Jonnhy, indeseado por el régimen por sus modos y estética pro-yankies.
En ese contexto hicieron su aparición en tropel los animes y series japonesas. En medio de “Sombritas”, “Fantasmagóricos” y series como “Ultramán” y “Ultrasiete”, la presencia de El Hombre Par fue por mí mucho más que agradecida. Es que los dos primeros luchaban contra seres de pesadilla, donde fantasmas, calaveras y muertos vivientes se enfrentaban en un escenario de decadencia surrealista, mientras que los muñecos de esponja de los “ulta” ponjas, sinceramente me aburrían.
El Hombre Par y sus historias naif, añadían un toque de “color” a las tristísima programación infantil en blanco y negro de mi generación, y le daban sentido a mi temprana teleadicción. La serie no trataba solo de un niño súper héroe. La trama tenía un plus. “Algo” que no solo movía las fibras más finas de mi imaginación, sino también las embrionarias hormonas de mi crecimiento. Ese “algo” era la relación que existía entre Mitsuo y Yatsuko, a la sazón, el Hombre Par # 4, la única mujer del grupo.
Creo que he visto todos los capítulos del Hombre Par. Creo que ha sido la primera y única vez en mi vida que he visto sin protestar repeticiones de repeticiones. El universo particular de aquél niño me cautivaba. Su relación con su familia, con sus obligaciones cotidianas (las que burlaba con el uso estratégico de su robot), generaban en mí una identificación casi natural. Por si fuera poco, la relación especial que Mitsuo, el Hombre Par # 1, sostenía con Yatsuko, la niña sabelotodo del grupo, me enganchaba particularmente. Ella siempre cuestionaba el liderazgo de Mitsuo quien desconocía la verdadera identidad de aquél budinazo insoportable (recuerden que siempre llevaba un casco puesto). De quien Mitsuo estaba perdidamente enamorado, era de la bellísima estrella del cine infantil llamada Nobuko Suzuki. ¡Esa sí que era una mujer! ¡Nada que ver con la espesa Yatsuko! ¡Nobuko era su musa! Un ángel en la tierra a la que Mitsuo espiaba flotando sobre la ventana del segundo piso de su casa, gracias a la ayuda de su capa. (¡Cuánto hubiera dado yo por tener esa capa!). Bueno pues, resulta que un buen día, la insoportable Yatsuko revela su verdadera identidad: ella es nada más y nada menos que la linda Nobuko. ¡La estrella de cine! ¡La mujer a la que Mitsuo amaba! Juro que esa revelación me causó tal estremezón que me impidió dormir varias noches. Un cliff hanger notable donde uno no puede esperar al día siguiente para saber qué pasará con la trama. ¡Ni siquiera la confesión de Dar Vader a Look Skywalker años después me removió tanto! En aquellos albores de mi pre-pre-pubertad, hice mía la fascinación de mi héroe favorito por aquella muchacha. Juro que pese a contar tan solo con diez años de edad, también me enamoré de esa niña. Juro que deseé desde el fondo de mi corazón encontrar a mi propia Nabuko. ¡Yo me sentía el Hombre Par, y por tanto quería correr con la misma suerte!
Han pasado los años y aún recuerdo esos dibujos animados, con singular cariño. A fin de cuentas El Hombre Par me mostró de alguna manera lo que significaba enamorarse de verdad. Hoy a mi edad, y tras una larga vida de sinsabores románticos, pienso que tal vez para enamorarse y no equivocarse, hay que mantener la ilusión que uno siente de niño. O siendo más prácticos, para enamorarse sin pasarla mal tal vez haya que tener toda la suerte de un súper héroe de verdad. Es que toda mujer, siempre se esconde tras una insoportable Yatsuko. A la verdadera mujer, a la bella, a la idealizable, tal vez solo le se le puede descubrir mientras uno la contempla en silencio, volando con nuestra propia capa, sobre la ventana de una habitación… para dejarla ahí, sin descubrir quién es en verdad.
GENERALIDADES
Producido en 1967-1968, Blanco y Negro con 12 minutos en cada capítulo.
Creado : Fujiko Fujio (padre también de otra famosa serie: Doaremon)
Productora : Studio Zero / TMS (Tokyo Movie Shinsha).
Exibido en Hispanoamérica entre 1973 y 1982.
"Paaman" (nombre en Japonés) significa "aprendiz de Superman.Hubo otra temporada realizada a color entre 1983 y 1985 y que tuvo más éxito que la primera en Japón, sin embargo no se comercializó en el extranjero. En pleno siglo XXI El Hombre Par regresó, esta vez para el cine en 2 películas estrenadas en 2004 y 2005.

HE LLEGADO A PENSAR QUE A NADIE LE IMPORTA

A nadie le importa que un transeúnte infeliz aplaque su necesidad de miccionar en medio de la calle y a plena luz del día. A nadie parece importarle que lo haga incluso en una avenida doble, dándole con desfachatez la cara al tráfico.

A nadie le importa la contaminación auditiva en la que vivimos. En un semáforo, por ejemplo, basta un micro segundo de demora, para que el batahola de bocinazos se desate. ¿A nadie le provoca revelarse ante esto? ¿Nadie quiere hacer nada ante el escándalo de megáfonos anunciando la venta de “papaya fresca cacerita”, ante las cornetas de heladeros y los estruendosos hits del momento a ritmo pirata, entre otras abominaciones auditivas?

A nadie parece importarle tampoco que micros, taxis y colectivos detengan su marcha a mitad de cuadra (o a mitad de nada), ni que lo hagan a la derecha o a la izquierda de la calzada (en realidad para ellos da igual). A nadie le irrita que estos cretinos hagan maniobras tan descabelladas como querer retroceder en plena avenida principal, voltear abruptamente a la derecha, cuando su indicador marca la izquierda, o incluso ir en contra del tráfico por querer ganar dos metros de avenida (“el petróleo ta´caro, pues chocherita”). Tampoco importa que micros y taxis esperen a su clientela en segunda y hasta en tercera fila, porque para esta gente el “yo” es más importante que el “ellos”.

A nadie le importa el complejo de llama que ostentamos los peruanos. Y no estoy haciendo una comparación peyorativa o racista con nuestro emblemático auquénido. No. Pasa que al parecer existe un concurso nacional de escupitajos. ¿Quién gana este evento? Supongo que quien escupe más veces, más lejos y con mejor estilo (mis favoritos son los que lucen una pose viril, sujetando sus intimidades con una mano, mientras ejecutan el lanzamiento salibar al estilo de un metro sexual de esquina).

A nadie le importa tampoco las muestras de “hombría”, de “picardía”, de nuestro “yo mismo soy”, puesto de manifiesto en cada cruce donde no hay semáforos. Lo más patético es que nos hemos acostumbrado a ellos. Ese criollazo, “meto la puntita y entra todo” es nuestro absurdo pan de cada día. En cada cruce temerario, el “yo no freno porque yo no arrugo”, se convierte en la versión nacional del libre flujo del yin y el yan. Esa es la “inteligencia” peruana que ponemos de manifiesto a diario, la misma que lejos de catapultarnos hacia el sider espacio de los vivos, no hace más que devolvernos al período cuaternario.

A nadie parece importarle la contaminación, el smog, los ambulantes, la falta de árboles, la ausencia de una cultura de preservación de nuestro patrimonio. A nadie le importa el caos, la informalidad que nos inunda, con su invasión de piratería en el más amplio sentido de la palabra. Ese esquema tan peruano y absurdo del “yo hago lo que me da la gana”, es la gráfica más patética y cercana del apócrifo verso “largo tiempo el peruano oprimido”. Sí, oprimidos por nuestras pobre manera de ver las cosas, por el poco respecto que nos tenemos los unos con los otros, por la paupérrima autoestima que nos ahoga. Es que nos regimos por un solo mandamiento peruano-universal el “no pasa nada, hermanito” y su precepto máximo, “estamos en el Perú, pues varón”, que nos lleva a usar buses camión, a inventar paraderos informales, a improvisar mercados en plena calle. No hablo de barrer ambulantes, taxistas o transportistas inescrupulosos. No hablo de generar una corriente de aniquilamiento neo-nazi o promover un “cholocausto”, como propugnan algunos grupos de “vecinos ilustres” de esta ciudad. Las sociedades mutan, se mueven, eso es obvio. Las pirámides sociales, no han sido construidas con piedras milenarias e inamovibles como las de Kéops, sino que están hechas de gente que está en permanente movimiento. De lo que hablo de le necesidad de adaptarnos a los cambios, de mejorar nuestro entorno, de educar, de promover cultura, valores humanísticos, etc. Hablo de generar una conciencia de sociedad, de un pensamiento común, que mal que bien nos congreguen en torno a “algo” más “nuestro”. Que vayamos más allá del orgullo de tener un título fatuo de “Maravilla del Mundo”. Hablo de generar, de industrializar un concepto tal elemental como aparentemente inalcanzable llamado “sentido común”.

Venimos creciendo a un ritmo sostenido y esperanzador. Lo llaman “El milagro Peruano”. Pronto, de seguir así, estaremos al nivel de Chile y México. A no ser que algo tan peruano como la “mala suerte” nos embista nuevamente, daremos un paso gigantesco en nuestro desarrollo económico. ¿Estaremos preparados mentalmente para ingresar a este siguiente nivel? Me meto que sin educación la respuesta es un no rotundo y contundente… pero eso a nadie le importa.

FUE EN LA MATINÉE - (TAL VEZ SE PUEDA TITULAR ASÍ)

Fue en la matinée, de un cine atestado de gente. En la platea del Primavera, hace 25 años, conocí por primera vez a alguien llamado Stanley Kubrick. “El Resplandor” me tomó por asalto en los albores de mis 15, sentado en el piso alfombrado de una sala a punto de reventar. Sujeto del brazo de mi novia trujillana, (también la primera), soporté con “hombría” los arrebatos a hachazo limpio de Nicholson y los mares de sangre de sus diabólicas mellizas.
El mismo verano del `81, fui testigo en el teatro Municipal, de una de las peores películas, de Steven Spielberg, aunque aún no sabía que lo era: “1941” Una parodia naif e irrelevante sobre la Segunda Guerra Mundial que recuerdo me aburrió soberanamente. Qué lejos estaba Spielberg aún de la magnífica “El Imperio del Sol”. Mi recuerdo más rescatable de aquella vermouth intrascendente fueron los balcones barrocos del Municipal, y la madera del piso de la platea, que brillaba de limpio pese a la oscuridad de la sala.
Semanas después, en una noche de bausa y calor, llegué hasta el cine Ayacucho. Allí asistí al estreno de lo que vendría a convertirse en una película de culto de la “serie B”: “Martes 13”… siempre quise pensar que tal vez fue Jason y no yo, quien espantó ese efímero amor adolescente, (Carlita, ¿qué será de tu vida?).
Pero Trujillo no fue sólo mi iniciación como cinéfilo entusiasta o enamorado de fracasos recurrentes. Fue mucho más.
En Las Delicias, por ejemplo, descubrí el sonido maravilloso de “algo” llamado Pink Floyd. Entre vasos de cerveza (los primeros, naturalmente, aquellos que se debatían entre los “no se debe” de los padres ausentes y el “toma no más” de los amigos de turno), escuché por vez primera los acordes sinuosos y la propuesta progresiva de “The Wall”. La electricidad que sentí aquella tarde de verano, es la misma que siento hoy cada vez que escucho nuevamente aquella maravillosa pieza musical llena de vida, pasión y protesta, “… hey, teacher, leave those kids alone!”.
¿Quién se puede jactar de haber flirteado por primera vez a ritmo de marinera? La Retreta de los domingos en la Plaza de Armas, era el momento ideal, el lugar perfecto para poner a prueba nuestros incipientes flirteos virginales. Luego de dar vueltas y vueltas, de cruzar miradas estrenando nuestra sonrisa más sensual repleta de bozo, regresábamos a casa para ametrallarnos con los clásica inseguridad adolescente: “¿Realmente se habrá fijando en mí?”; “No sé si caerle”; “¿Querrá estar conmigo?”
Los primeros besos saben mejor cuando están empapados de candor, amor y descubrimiento. Los primeros romances, los primeros “sís”, los inciales “nos”, (aquellos pequeños logros y fracasos alborales que son tan solo la antesala de los verdaderos dolores), se recuerdan por siempre y se guardan en un especialísimo rincón del corazón.
Si a ellos les ponemos el marco maravilloso de una ciudad como Trujillo, no sólo yacen dormidos descansando en aquél delicioso baúl, sino que palpitan cada tanto con la nostalgia de saber que aquellas imágenes de ensueño, no son parte de alguna ajena ficción, sino los sucesos reales que uno vivió en el umbral de la primera juventud.
25 años después he vuelto a Trujillo.
¿Qué han hecho con la ciudad de mis recuerdos? ¿Dónde está aquél majestuoso lugar de calles tranquilas y señoriales? ¿Dónde quedaron los rincones románticos, las esquinas de poncianas primaverales? ¿Dónde está la verdadera Trujillo? ¿Dónde? Si alguien lo sabe, si alguien conoce a aquél que la tiene secuestrada, pregúntele si me la puede devolver.

DIGAMOS QUE ELLAS TIENEN LA RAZÓN

Digamos que como en tantas otras oportunidades, una vez más las mujeres tienen la razón. Ellas afirman -o al menos un grupo representativo de ellas, con los que me he cruzado a lo largo de mi vida- que un hombre no puede deambular por la vida solo.

Para ellas es esencial que todo macho de la especie humana, recorra los caminos del mundo con una hembra a su lado. Eso, según ellas, es lo normal. Lo lógico. Lo natural. Pero hay dos excepciones a esta norma: el hombre puede transitar sobre sus pasos en solitario sí y solo sí es muy niño, o está en la tierna edad de la incertidumbre, vale decir el período que va desde los 16 a los 21 años, (aunque para muchas mujeres la incertidumbre masculina es la característica que más lo representa, la misma que lo acompaña desde que llega al mundo hasta que se despide de él). Más allá de eso, es impensable (insisten) que los hombres estemos solos. He llegado a creer incluso que aquél dicho que reza, “soltero maduro, maricón seguro” lleva un cuño femenino por antonomasia.

Siguiendo el razocinio femenil, se dice también que aquél hombre de mediana edad que sufre o haya sufrido un desperfecto matrimonial, tiene que apurar el paso para hallar una nueva compañera pronto. Como en la Biblia, ellas insisten en que no es bueno que el hombre esté solo. Y yo estoy de acuerdo con ellas. Sería absurdo permanecer largos períodos de tiempo, sin la presencia de una mujer que nos haga sentir aquella maravillosa sensación de complemento.

Pero mi pregunta es, ¿por qué debemos tener la exclusividad de una sola mujer? ¿Por qué restringirnos el placer de disfrutar de tan solo una presencia femenina?

Por favor no se me malentienda. No pretendo hacer apología a la infidelidad. Tampoco hablo de resbalar por las orillas de los encuentros en simultáneo, placeres que dejo en manos de seres más avezados. Lejos estoy inclusive de aquellos sueños inspirados en “Las Mil y una Noches”, donde un hombre posee un harem dispuesto a cumplir sus más íntimos deseos. Mucho menos hablo de querer emular a nuestro más cercano referente de vida en harem, como el excéntrico Badani, quien luego de ser expulsado de Chile, se paseaba orondo y orgulloso con sus varias esposas por las calles de Lima. Hago aquí una confesión de parte: más que envidiar el hecho de que uno pueda contar con seis mujeres distintas (una diaria, dejando el domingo para disfrutar de un buen partido en la tele), envidio el hecho de que el buen Badani sepa lidiar con los reclamos en simultáneo de seis mujeres distintas. Para hacer eso, sí se necesita ser un súper dotado, (en el plano psicológico me refiero). Ni siquiera puedo imaginar cómo serían los pedidos de dinero para el diario, las quejas de que qué caro está todo, de que estoy gorda, de que nada me queda y que por eso no tengo qué ponerme, por sextuplicado. ¿Se imaginan los tan cotidianos “por qué ya no me dices que me quieres”, ¡multiplicados por seis!? De solo pensar en ello, mis sueños del harem propio se hacen añicos de inmediato.

Decía que estoy de acuerdo con que el hombre debe estar acompañado y propongo en todo caso una variante al mismo planteamiento a riesgo de que, con este cambio, desbarate el espíritu esencial que sustenta su tesis. Aquí va mi arenga: ¡Machos solteros del mundo, oídme, ellas tienen razón: no es bueno que estemos solos! ¡Organicémonos de modo que podamos contar con ellas, de jueves a sábado (insistiendo en que el domingo es esencial el fútbol en la tele), sin perder autonomía, libertad e independencia!

Propongo y estoy dispuesto a un trato cariñoso, romántico y enriquecedor en el plano espiritual, sin tener que ninguna de las dos partes se someta a la dictadura de una relación formal. Este es el plan: cita en mi casa (si tuviera chimenea la prendería sin pensarlo dos veces), velas, música romántica, una buena cena (que yo me esmeraría en preparar), vino (chardonay o tinto, según el menú), conversación agradable, risas a granel y trato de pareja. Digamos que la noche podría tener un slogan: Mucho romance pero nada de enamorarse. ¿Qué tal?

Estimo que a estas alturas es menester explicar y fundamentar el por qué de mi posición, la que presumo para muchas féminas puede representar un verdadero salto al vacío del “libre albedrío”. Una invitación a la procacidad y al impudor. Digamos que sí y que no. Me encantan las mujeres, gozo de su compañía pero no de manera eterna ni estable. Les puedo decir además sin ufanarme de playboy, (que es don del que adolezco clamorosamente), que mi corazón goza del maravilloso don de la ubicuidad. Vale decir, puedo querer y soñar con a varias mujeres en simultáneo como si fueran las únicas. Y en todos y cada uno de los casos, ese sentimiento es sincero y honesto.

Debo aclarar además que desde que me divorcié he intentado empezar con nuevas relaciones las que han fallado inexorablemente, y debo añadir que con estrépito. De modo que, ¿por qué serle fiel a una si uno puede serlo a cuatro o a cinco, organizados en un riguroso schedule durmiendo cada uno en su casa? Eso sí, reglas claras de antemano para que nadie salga herido y todos contentos: Disfrutemos y no nos enamoremos. ¿Se banca?

Tengo que añadir también que soy un hombre imperdonablemente solitario, que disfruta de vivir y estar solo. Me llevo bien conmigo mismo, pues. Soy el único que me soporta, por largos períodos de tiempo. He sido testigo en varias oportunidades de cómo mis relaciones pueden empezar con el amor más bello y puro -digno de una telenovela de Televisa (¿añadí en algún momento que soy un romántico empedernido?)- y que terminan peor que las malas producción de Aldo Miyashiro. Todas mis relaciones han acabado con mi corazón trozado y adobándose en varias bandejas listos para servirse como anticucho.

Otra razón que tengo son mis hijos. A ellos los veo cada 15 días. Muchas veces me he imaginado con una pareja formal, tal y como mandan los cánones tradicionales. Por supuesto que mi hipotética pareja sabría respecto a los dos muchachos que me esperan con ansias, un fin de semana sí otro no, 500 kms. al sur de aquí. En los albores del amor, me he imaginado a esta posible compañera, comprendiéndolo todo. Dándome el sí en todo. Amándome con mis atributos y defectos. Advirtiendo que soy papá antes que cualquier cosa. Pero conforme avanzaría la relación me he imaginado también el siguiente diálogo: “¿Otra vez te vas a Lima? Pensé que era el próximo fin de semana… este sábado es el matrimonio de mi mejor amiga, ¿y voy a ir sola? ¿Qué van a pensar todos??” O “¿Cómo que no tienes plata para salir? Siempre tus hijos, ¿di? ¿Y yo qué? Seguido de, ¡Yo siempre estoy segunda en todo! ¡En todo!” ¿La verdad? Yo, paso.

Chicas, llevémonos bien. No sirvo para relaciones largas y formales. Y tienen razón, no es bueno que el hombre esté solo. Por eso les ofrezco “Mucho romance pero nada de enamorarse”. ¿Qué dicen?

CUANDO TE ESCUCHE LLORAR

PAPÁ CANGURO

En el mismo instante en que empezaste a llorar, volteé instintivamente hacia la ventana de la sala de partos. En ese momento el primer rayo de luz quebraba la oscuridad de la noche. En medio de tus berridos, el día nacía y tú junto con él. Imaginé que aquella ventana se convertía en un pequeño ecran, donde empezaba a proyectarse una película titulada, (digamos), “El comienzo de una vida”. Los créditos por supuesto tenían a tu padre como director y a tu mamá como productora general. Ella y yo figurábamos también como guionistas, actores de reparto y, cómo no, como productores ejecutivos de la cinta (hubo que firmar varias letras para poder pagar la cuenta de la clínica). Tu primer parlamento en aquél film sin candidatura a algún Oscar, fue ese llanto agudo con el que le decías a todos “llegué por fin”. Esa madrugada de octubre en el que me hiciste papá por primera vez, venciste también a los cabuleros malhadados, que insistían en arruinarlo todo. Aquellos que querían empañar la felicidad de tu nacimiento, confundiéndola con la fecha trágica de la partida de tu abuela. “Así es esto y que se frieguen”, les dijiste con tu llegada. Muerte y vida. Oscuridad y luz. Hijo y padre. Bendición del cielo.

“El comienzo de una vida II”, tuvo un inicio menos lírico. Pese a que habían transcurrido tres interminables minutos desde que saliste del vientre de tu madre, te negabas a respirar. Te negabas a dar aquél chillido de vida, así que yo apagué mi cámara negándome a registrar una tragedia. Creí que la enorme alegría de volver a ser papá, esa vez quedaría frustrada. Pero no. Solo te estabas tomando tu tiempo, hijito de mi vida. Tan solo querías darle trabajo al doctor y a las enfermeras, los que se afanaban en darte masajes en el pecho al tiempo que apuraban nerviosos la bombilla de oxígeno. Mientras tanto, tu cabecita seguía colgando boca arriba, inmóvil, sobre la mesa de neonatología. Era tu primera travesura. Una joda. Era tu manera de llegar al mundo. Sencillamente tu sello. Habías nacido dormido sabiéndote de paporreta cuál sería tu misión en esta vida y no tenías apuro alguno en comenzarla. Cuando creíste que ya era suficiente de hacernos sufrir, chillaste como nadie. Me asustaste tanto. Me llené de angustia pensando que nunca respirarías. Pero nada pasó. Así eres tú. Llanto y risas. Angustia y alivio. Hijo y padre. ¡Bendita sea la vida!

Después llegaron las noches eternas. Los llantos inexplicables, los pañales que no sabíamos manipular, las mamaderas con fórmulas extrañas y también el cansancio. Sobretodo el cansancio. No fueron pocas las madrugadas en que ustedes y yo nos quedarnos dormidos exhaustos, tratando de sobrevivir.

También llegaron los paseos en coche. ¿Se acuerdan de sus coches? Los gastamos en esas caminatas interminables por las calles vacías de los domingos por la mañana. Surcábamos cuadras de cuadras, haciendo tiempo para que mamá también recuperara un poco de sueño. En esas latazas inagotables, nos hicimos íntimos.

Cómo quisiera que vuelvan esos días, chicos. Me gustaría incluso volver a ese enroque incomprendido, en el que papá se convertía casi siempre en mamá. Y es que yo mismo les cociné, los cambié, los bañé, lavé su ropa y hasta se las planché, sin pudor ni complejo alguno. No solo eso. ¿Acaso no hicimos tantas veces las tareas juntos? ¿No volamos a la tienda tantas otras, para comprar las cosas del trabajo manual “de mañana”? ¿No corríamos a sus sesiones con la psicóloga, a sus clases de natación y de ahí nuevamente a las tareas? Incluso mis amigos me fregaron durante seis meses porque una vez fui a una reunión de madres del nido. Tenía que reemplazar a su mami que tenía un horario de esclava (cuánto envidiaba ella el que yo pudiera trabajar en casa).

¿Saben? Me gustaría que aquella máquina del tiempo con la que jugamos tantas veces, poniendo palos y frazadas, entre los muebles de la sala del abuelo, realmente exista. Invéntenla, ¿ya? Háganme regresar a aquellos instantes maravillosos en los que ustedes se quedaban apaciblemente dormidos en mi pecho, con su cabecita cerca de mi mentón y su boquita abierta mojando mi camisa. Quiero volver a sentir su respiración cortita cerca de mí. Sentir sus latiditos cerca de mi corazón. Quiero volver a ver aquellos suspiros intermitentes y luego ver cómo levantan su cabecita al despertar, para encontrarse con mis ojos antes de sonreír. ¡Su sonrisa de bebé! Aquella con la que me reconocían, con la que me decían que sabían quién los cuidaba, quién los amaba como nadie. Esa sonrisa es uno de los momentos más maravillosos de la vida. El paso previo a otro instante genial: cuando empiezan a decirte “papá”. ¿Podrá la máquina del tiempo devolvernos a aquellos momentos de magia? ¿Podré con ella recuperar lo que era mío? ¿Habrá algún aparato así, que me permita volver atrás y pueda corregir mis errores? Me temo que no.

No ha sido fácil vivir estos años sin ustedes. No han sido pocas las veces en las que he tenido que apoyarme en la pared de la ducha del baño de una casa ajena (siempre una casa ajena), y llorar pensando en ustedes, confundiendo mis lágrimas con el agua cayendo por la regadera. Pero el dolor tiene sus bálsamos y esos casi siempre han venido de ustedes. Aún recuerdo ese Día del Padre cuando yo estaba más lejos que ahora y Gabrielito me dijo que no me preocupara, que pronto estaríamos juntos y me dio la bendición por la línea del teléfono. Ese “que Dios te bendiga, papi” me sirvió de tanto, en ese momento en el que no los veía desde hacía catorce meses. También vino a mi rescate aquél “así es la vida, papi, no te preocupes”, de Nicolás, cuando yo hacía maromas inútiles para explicarle torpemente por qué su mamá y yo no seguíamos juntos. ¡Tenían solo siete y diez años cuando me otorgaron esas pequeñas treguas! Tal vez los hice hombres demasiado rápido. Lo siento de veras. Lo siento. Hubiera querido que todo fuera distinto.

Tal vez no haga falta inventar ninguna máquina para tratar de reparar lo irreparable… tal vez solo nos quede planear nuestro futuro y escribir el argumento de nuestra próxima película: “El comienzo de una (nueva) vida III”. Total, esta vez en que los tres seremos no solo los escritores sino también los directores y protagonistas del film, podremos inventarnos el final más feliz de todos.

Alguna vez escuché a alguien decir que un hombre puede llegar a amar a una mujer hasta 18, en una escala del 1 al 20… y en la misma escala, a un hijo, como mil. Yo no suscribo esa afirmación. Yo los amo como un millón de millones.

BLADES

Las líneas de transporte interprovincial tienen dos maneras de lesionar a sus pasajeros: accidentarse (costumbre cada vez más frecuente) y atarantarlos con esperpentos musicales. ¿No les basta acaso con traernos en buses camión, sin cinturones de seguridad, haciendo escarnio de la “tolerancia cero”, para encima clavarnos a decibeles infrahumanos los vídeos del infame Arjona o el unplugged del desafinado Sánz?

Sin embargo un día de aquellos, y luego de más de 30,000 kms recorridos en carretera este año, finalmente estos sujetos acertaron. Tras 14 horas de viaje de Cajamarca a Lima, el bus que me transportaba me despertó una mañana con el estupendo tema “El nacimiento de Ramiro” de Rubén Blades. Ese despertar fue perfecto. Iba a Lima precisamente a ver a mis hijos, cuando empezó a sonar aquella letra magistral que reza, “… nació mi niño, mi niño nuestro niño, ¡quién lo creyera!”. Me desperté maravillado escuchando la misma estrofa que repetí hasta el cansancio cuando nació mi hijo mayor, y el coro que volví a cantar cuando llegó el menor: “…abran los balcones beban rones, rompan lo que quieran que lo pago yo”.

“El nacimiento de Ramiro” es parte de la aquél magnífico álbum doble titulado “Maestra vida”, lanzado por la FANIA en 1980. Aparte de “El nacimiento…” destacan temas como “Manuela”, “Carmelo (Parte I y II)” y el estupendo “Prólogo”, espectacular tema fusión con instrumentos sinfónicos y de salsa. No puedo dejar de mencionar tampoco al tema que da nombre al álbum, cuyo coro es un clásico: “… maestra vida, camará, te da te quita, te quita y te da”.

“Maestra…” es la primera ópera salsa de la historia, y marcó un hito en el género de la salsa. Blades fue un adelantado de su época e introdujo elementos de la narrativa literaria latinoamericana a la música, algo impensado por aquél entonces.

Este magnífico trabajo musical cuenta la vida, pasión y muerte de Manuela Peré y Ramiro Da Silva, una pareja que se conoce en medio de los avatares de un barrio popular de cualquier país de Latinoamérica. Es en ese ambiente festivo -a pesar de las estrecheces económicas y los problemas- que se enamoran, se casan y tienen un hijo, Ramiro Jr., sobre el que cifran toda esperanza. Pero como suele suceder en la vida real, esta no tiene un final feliz: Jr. termina siendo un delincuente; los protagonistas envejecen y mueren solos, mientras esperan inútilmente el regreso de su hijo.

La dupla conformada por Blades y el puertorriqueño Willie Colón, llegó a su clímax con ese trabajo. La espectacular letra de Rubén, llena de imágenes y referentes comunes al barrio, a la esquina, a la “mancha”, nos aproximan a la propuesta latinoamericanista que Blades plantea en casi todo su trabajo. Y es en ese “reconocernos”, que el panameño explaya su mensaje integracionista, el que se puede resumir en una de las estrofas de su también magistral tema “Plástico”, “…una Latinoamérica unida, la que Bolívar soñó”.

Más allá de sonar por momentos empalagoso y hasta demagógico, los componentes de la propuesta musical de Blades, son únicos. Sin embargo estoy seguro de que de no mediar la presencia en los arreglos de otro grande de la salsa como Colón, la propuesta de Blades no hubiera tenido la trascendencia que tuvo. El puertorriqueño dejó su sello inconfundible en todas y cada uno de los trabajos que hizo junto a Blades, desde la época de "The good, the bad and the ugly" (la primera grabación que hicieran juntos en 1975), y en “Maestra…”, su aporte es notable. Ese trombón desgarrador, hondo, que golpea con atisbos de tristeza -más allá de si el tema es una salsa festiva o un bolero melancólico- marca de manera peculiar la narración de la historia de Ramiro y Manuela. En mi modesta opinión, ese trombón cargado de notas de un agridulce dolor muy latino, es el principal aporte del arreglista en ese trabajo. Mención aparte es precisamente el arreglo que hace para el tema “Prólogo”, con música de vientos y cuerdas clásicas, como un preludio a la presentación de los ritmos típicos de la salsa. (Algo similar a lo que hiciera también con el genial instrumental “La china cubana”, tema que grabara con la Filarmónica de Puerto Rico).
Luego de casi 20 años juntos, y tras haber creado auténticos clásicos como “Siembra”, “Pedro Navaja” y “Tiburón”, una de las parejas más innovadoras de la salsa de los setentas, representantes notables de aquél estilo musical llamado “Salsa Dura”, decidió separarse. Después de habernos emocionado con versos tan memorables como, "…dime cómo me arranco del alma esta pena de amor…"del tema “Dime” y su contraparte, esa celebración al amor que canta, “…por el amor aprendí que todo es alegría. Porque llegaste tú y alumbraste la al alma mía con tu luz”, de “Yo puedo vivir del amor”, ambos tomaron rumbos diferentes. Unos dicen que fue por desavenencias económicas, otros que por celos. Colón habría estado resentido con la fama de Blades, de la cual él habría sido considerado su sombra; el panameño habría estado inconforme por los comentarios que afirmaban que, sin la música del puertorriqueño, su temas no hubieran los éxitos que fueron. Por eso tal vez haya sido una manera de tomar distancia de los arreglos musicales del hombre del trombón, y Blades lanzó en el 84 un álbum espectacular, que superó -dentro de su estilo- el trabajo de “Maestra Vida”. Este trabajo se llamó “Buscando América”, y tiene la peculiaridad de que fue grabado utilizando samplers y sin un solo instrumento de viento. ¡Ni uno solo! La forma de decirle a Colón y al mundo, que no los necesitaba para seguir siendo grande. Un alarde de autosuficiencia por parte de Blades, con la intención de decirle a todos que no necesitaba a su ex socio para lograr una pieza de antología. “Decisiones”, “El padre Antonio” y como no, la adaptación de “Todos vuelven” del peruano César Miró, son lo mejor de aquél trabajo. (En su versión en vivo incluso Blades le hace un homenaje a los peruanos cantando el verso, “…todos vuelven recordando a los muchachos, de la gran Alianza Lima”, en alusión a los potrillos que partieran aquél 8 de diciembre de hace 20 años). Blades siguió innovando. Luego de grabar su “Sorpresas”, (en la que figura la segunda parte de Pedro Navaja, con la historia del famoso hampón y su asombrosa resurrección) siguió con el éxito titulado “Escenas”. Posteriormente grabó un disco con temas inspirados en cuentos de García Márques, que tituló “Agua de Luna” y que pasó un tanto desapercibido (incluso no se lanzó en el Perú). Ese trabajo fue el primero de varias propuestas “exploratorias”, que siguieron con un disco en inglés al que llamó “Nothing but the truth” (donde el mítico Sting presta su legendario bajo y hace los coros en un par de canciones). Éxitos más recientes son “Tiempos” y “Mundo”, donde incluye temas musicales donde fusiona cajón peruano y gaitas irlandesas. En suma, un grande.
Si es así, que los buses interprovinciales que me sigan despertando con música de verdad, como el que dio pié a este artículo. Ahora bien, si en una de esas mañanas me despiertan con Marilyn Manson o System of a down, probablemente será la primera vez que un pasajero le pide a la azafata que se case con él en ese mismo instante.