TENÍA 50 AÑOS Y NUNCA SUPE SU NOMBRE

Tenía 50 años y era un reconocido cirujano Colombiano. Trabajaba en una lujosa clínica de Bogotá y nunca tuve el placer de conocerlo. Ni siquiera supe cómo se llamaba. Solo escuché su historia de manera circunstancial y quedé conmovido

Había terminado una entrevista con Federico Uribe, un artista plástico colombiano que visitaba Los Angeles. Conversábamos mientras guardaba mi cámara y esperábamos el taxi que llevaría a Uribe rumbo al aeropuerto. Él debía tomar un avión que lo trasladaría a Miami donde vivía. El tema de la charla era trivial: el transporte urbano en LA. Le comentaba a Uribe en tono de queja, que deambular sin auto en una ciudad tan grande como ésa, a veces podía convertirse en una auténtica pesadilla. Pese a que el tráfico en hora punta era realmente desesperante para los automovilistas y que como pocas ciudades de Estados Unidos, ésta tenía un sistema de transporte público bien organizado, prefería mil veces manejar. Le contaba además que diariamente perdía dos horas de mi vida trasladándome de mi casa al trabajo ida y vuelta. De contar con el ansiado (e inalcanzable) vehículo, el tiempo se reduciría a tan solo media hora diaria. Al terminar mi lamento, el colombiano me contó la historia de un compatriota suyo que desperdiciaba nada menos que cuatro horas diarias en el deficiente sistema de transporte público miamense. Simplemente sonreí como negándome a la posibilidad de que algo así pudiera existir, y sintiendo dentro de mí un consuelo tonto al pensar que siempre hay quienes pueden estar peor que uno. Uribe continuó su relato luego de lanzarme una mirada con la que me advertía que aún no había escuchado nada.

Este compatriota suyo tenía 50 años, era médico de profesión y tenía un bien ganado prestigio. Un mal día la guerrilla tuvo la pésima idea de secuestrarlo y llevárselo al monte. Allí le ordenaron que le practique abortos a todas las guerrilleras embarazadas, las que se habían convertido en un problema para los altos mandos de las FARC. El médico se negó tajantemente debido a sus convicciones religiosas. La guerrilla lo amenazó de muerte si no obedecía. Lo amedrentó diciéndole que eliminarían inclusive a su familia. Le mostraron fotos de sus hijos, de su mujer. Le enseñaban planos, horarios, rutinas diarias… pese a ello el médico no se doblegó. Tras varias semanas de terror e incertidumbre, la guerrilla lo dejó libre con la amenaza de eliminarlo si continuaba viviendo en Colombia. El médico no tuvo más alternativa que irse. Como tantos otros, llegó a Estados Unidos para rehacer su vida. Pero como pocos, tenía que hacerlo en contra de su voluntad. Tuvo que dejar de lado una vida cómoda, un prestigio ganado, a su familia, con tal de no faltar a sus creencias. Habían pasado dos años sin que pudiera ver a los suyos. Como indocumentado, no tenía acceso a trabajos decentes y apenas subsistía. Uribe le ofreció ayuda dándole empleo en su taller de Miami Beach. Agradecido con la oportunidad, el médico viajaba todos los días en bus dos horas de ida y dos de vuelta. Llegaba al alba antes que el escultor. Ponía en orden sus cosas. Limpiaba los desperdicios. Ordenaba meticulosamente los elementos que el artista utilizaría en su jornada creativa, para dedicarse luego a limpiar y a desinfectar los baños. Según Uribe, la dedicación y entrega del médico al trabajo era conmovedora. Lo había asumido como si se tratase del mejor empleo del mundo. Y pese a la dura prueba que le había tocado vivir, no se quejaba. No emitía un solo comentario que pudiera sugerir inconformidad alguna. A sus 50 años, el doctor no podía revalidar su título en Estados Unidos. No podía pedir asilo político (trámite mal empleado por otros, que obligó a las autoridades norteamericanas a restringirlo), y tampoco podía ver a su familia a quienes constantemente les negaban la visa. Pese a todo, aceptaba su destino con un estoicismo digno de admiración.

Cuando Uribe tomó su taxi y se marchó, me quedé paralizado, sumido en un mar de pensamientos. Lo que había comenzado como una charla trivial, para llenar “silencios”, se transformó en un mensaje directo y contundente para mí. No soy religioso, sí creyente, y creo que jamás hubiera podido defender mis ideas como lo hizo el médico colombiano. No hubiera soportado tanto “castigo” por no haber hecho “nada”, por lo menos sin quejarme a diario por mi mala fortuna, por ese absurdo ensañamiento del destino. ¿Por qué alguien arriesga tanto y pierde tanto sin siquiera revelarse? No dejaba de pensar en aquella máxima que dice que las cosas ocurren por “algo”. Que uno se enfrenta de manera “casual” a acontecimientos y a información que nos dejan siempre una huella. Una enseñanza. Yo llevaba más de un año sin ver a los míos y me hacía miles de preguntas. El mensaje del médico anónimo llegó en un momento crucial para darme ánimos. Por razones muy diferentes a las de él, me había marchado a vivir la “aventura americana”. Tenía la necesidad de purgar mi alma, de ordenar mi vida. Tenía que reivindicar el hecho de no querer renunciar de manera muy personal a mi forma de ver las cosas, mis propias convicciones. La historia de Uribe me hizo ver que no era el único que andaba dando batallas inagotables contra la vida y el destino, y que antes que yo y después que yo, habrá gente siempre tras el mismo cometido. Tal vez el mensaje haya sido este: lo importante es no doblegarse antes las sus pruebas de la vida. Lo importante es continuar con la frente en alto pero con humildad, el camino que nos ha tocado andar. Puede sonar a sencilla moralina. Puede ser que esté interpretando mal las señales y los mensajes… tal vez. Pero la imagen de aquél personaje desconocido, me persigue hasta hoy. En momentos difíciles me vuelven a servir de inspiración. Tal vez cuando cumpla los 50, pueda entender mejor el sentido esencial de esta historia.

TANTA PASIÓN PARA NADA

Y Nicolás voló. Cuando vi que la pelota cruzaba la línea de gol, arrojé por los aires sus siete meses de vida y junto con él, un pañal lleno de sus precoces incontinencias. Su mirada de terror contrastaba con mi expresión de júbilo. Debió haber pensado que me volví loco. Que su padre era un sádico que lo aventaba por los aires, mientras gritaba eufórico el mismo monosílabo ininteligible que el locutor de la tele tenía atorado en la garganta: “¡gooool!”. Habían pasado no sé cuántos minutos, de no sé qué tiempo, de no sé cuál torneo continental, cuando el 10 de Perú hizo una maniobra impensada y a soñar. A soñar con que otros equipos nos hicieran el favor de aplicar bien esa complicada fórmula de física quántica made in “sufrido hincha peruano” para poder clasificar. Solo necesitábamos que funcione aquella suma de “x” empates, “y” derrotas, más la enrevesada multiplicatoria algorítimica de marcadores imposibles del tipo Bolivia 8, Uruguay -12, para entrar de lleno en la siguiente fase del torneo. Una vez allí como “mejorpeor” tercero, seguramente nos tocaría Argentina o Brasil, campeones de su grupo, a los que había que ganar sí o sí. Pero tranquilidad. El fútbol no tiene lógica. ¡En el campo somos once contra once! ¡Que viva el Perú, Carajo! ¡Hay que ir al mundial a triunfar, venceremos a todo rival…! El llanto de mi hijo alterado con tanta euforia me hizo pisar nuevamente tierra. Su madre me gritaba desde el interior del baño, que qué rayos esperaba para cambiarle el pañal al atarantado muchacho. En ese momento pensé que si de grande le gustaba el fútbol, aquél vuelo habría sido para el niño la primera lección de los sobresaltos típicos que tendrá que afrontar como sufrido hincha nacional.

Es que la blanquirroja es un estigma, señores. Un dolor. Un sufrimiento. Por eso es que cargo desde hace días instalada esta ansiedad aquí en mi pecho (donde también) llevo tus colores y están mis amores, contigo Perú. Una ansiedad que se acrecienta a cada minuto. Una angustia que crece a medida que se acerca el partido debut de las eliminatorias. Suena estúpido, pero no lo es. Es una sensación tan válida como seria. Estoy tan ansioso como preocupado por la lesión de Guerrero, por la convocatoria del errático Maestri (al que eliminatorias atrás había que prenderle velitas para que esté inspirado, para que no se lesione, para que no haya discutido con su mujer, para que no le haya salido un grano la ingle). Estoy angustiado por el once que El Chemo (¡y, olé!) pondrá en la cancha contra los paraguas. Preocupado por el equipo que Bielsa armará con los chilenos. Inquieto por saber con quién y dónde veré los partidos. Les puedo asegurar que son preocupaciones muy serias y que nada tienen de estúpido. Es parte del ritual habitual de esa religión sin religión, de ese culto de estrellas y con dos dioses que se llama fútbol. Una creencia tan válida como cualquier otra donde los símbolos adorados son camisetas multicolores, botines estrambóticos y un balón en forma tan circular como la hostia (solo que más grande), que rueda a lo largo y ancho de un templo alfombrado de verde. Esta es una fe casi excluyente y exclusiva que se comparte solo con los hombres de verdad, con esa estirpe única de machos a los que les gusta el deporte viril por excelencia. Una devoción poco extendida a las féminas, a las que, salvo honrosas excepciones, es imposible explicarles mandamientos tan elementales como la Posición Adelantada. Esa negación por ejemplo, es la generadora de conversaciones que se inician comprensivas y pacientes y que terminan casi siempre en discusiones con amenaza de divorcio: “No, amor, ese de camiseta azul es el delanter… no, no sé si es churro, gorda, si tú lo dic… sí, ya sé que suena sonso eso de `delantero, adelantado´ per… no ese es el defensa, no, no pue… porque sería autog… ¡porque no se puede, caracho, punto!”

Nada hay de estúpido en esa adoración que hace que sus seguidores en cualquier esquina o lugar -desde el barrio más pobre a la residencia más exclusiva- discutan sobre de las posibles alineaciones, la estrategia a seguir, de cómo viene el rival; de las ansias y los deseos acerca de que esta vez será distinto; de que la historia tiene que cambiar, que 25 años sin un mundial es demasiado tiempo, hermano; sellando estas pseudos oraciones con ese amén que es tan peruano como el cebiche: “ojalá”.

Y esta es mi oración: Este sábado saltaremos otra vez a la cancha pero esta vez es en serio. Te pido que todo salga bien, Papá Lindo, que tú sabes que eres tan peruano como nosotros, así que no te olvides de tu gente otra vez. Ya bastante maltrecho nos traes con un terremoto, dos Humalas, un Alan por segunda y un Burga recargado. Ya insinuaste que no te habías olvidado de nosotros sacando de tu galera a esos once conejos llamados “jotitas”. Acuérdate de nosotros Señor y te juro que haré lo posible por boicotear cualquier intento de Escajadillo para que vuelva a escribir sus ridículas arengas en tono de vals. Te prometo recuperar al Zambo Cavero y su “Contigo Perú” y de acordarme de todititas las cábalas para aplicarlas durante los partidos, con tal de que a los chicos les vaya bien este sábado ante los paraguayos y el miércoles ante los usurpadores de nuestro (te incluyo) Pisco. Acuérdate que es tu mes. Que si quieres nos vestimos todos de morado y vemos el partido de rodillas. Avisa no más. Sabes bien que en estas eliminatorias debuto con un once distinto: Luis Eduardo entra de dos, en el lugar de Marcos, con la labor de flanquear la banda y proyectarse para echar sendos centros de cerveza bien helada, que no debe parar de servirse para controlar nuestros nervios. Al medio, Alfi de diez por Mañuco, distribuyendo pases de cancha serrana, aceitunas con rocoto y chifles bien piuranos para controlar los efectos de los centros de líquido dorado. Y arriba, solo en punta, Richard de nueve por Toco, como único centro delantero, con los ojos bien puestos en el partido en caso haya que hacer una chancha para ir por más chelas. Nada es estúpido en este culto, Señor, tú lo sabes tanto como nosotros y desde allá arriba espero que grites junto con nosotros el ¡ta-ta-tatatá-tatatatá, PERÚ! Ojalá.
Tal vez para estas alturas, cuando usted esté leyendo este artículo, Perú hizo una actuación sobresaliente frente a Paraguay y le metió tres a Chile a domicilio. O tal vez, como siempre, toda esta pasión haya sido para nada. ¿Fue estúpido? Sencillamente no lo creo.

ESPADA DE CARTÓN

Una de las premisas que se desprende del libro “La cuarta espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso”, (DEBATE, 2007), es que el amor terminó aniquilando a Sendero. Su autor Santiago Roncagliolo, (Lima, 1975), cita testimonios de senderistas presos y de agentes de inteligencia, donde aseguran que los miembros del partido, tenían prohibido todo tipo de relación sentimental. Pero pese a ser una regla rigurosa dictada personalmente por el propio Guzmán, (que obligaba a los infractores a separarse de inmediato, sometiéndose a un humillante acto de contrición, exponiendo ante el comité central una severa autocrítica no exenta de palabras flagelantes), era incumplida constantemente. Las fuentes de Roncagliolo aseguran que en virtud a estos errores o “debilidades” sentimentales, se produjeron importantes capturas que a la larga fueron determinantes para derrotar a Sendero.

El corazón escapa casi siempre a los veredictos y normativas de cualquier organización civil, militar o política, y al parecer Sendero no fue la excepción.

Incluso pese a su propia prohibición, el mismo Abimael tampoco pudo evadir la tentación de rendirse al amor. Tal vez por esa carencia materna en su más tierna infancia -suplida tardíamente por su madrastra Isabel- buscó la compañía no de una, sino de dos mujeres que incluso lo sucedían en el mando: su esposa Augusta La Torre y Elena Iparraguirre, su actual pareja. Roncagliolo llega a deslizar, como tantos otros antes que él, que la primera tal vez haya sido víctima de un crimen pasional, teniendo como victimarios nada menos que a la camarada Miriam y al propio presidente Gonzalo, quienes habrían decidido asesinar a La Torre, con el propósito de perpetuar su idilio (1).

“La camarada Norah murió del corazón. El partido lo decidió así”, fue la sentencia lacónica de Iparraguirre, ante la pregunta de directa de Roncagliolo sobre el destino de la esposa de Guzmán. La respuesta es registrada en el capítulo “La abeja reina”, tal vez uno de los más logrados del libro, que detalla su encuentro personal con la mujer del líder de Sendero, en la cárcel de mujeres de Chorrillos.

Roncaglio llega hasta ahí. Esta es su mayor aproximación al corazón de la bestia. Pese a sus intentos, no puede escudriñar más en el interior del “movimiento subversivo más letal del mundo” (2).

Entendido inicialmente como un reportaje sobre la cúpula de Sendero y con la promesa de entrevistar a su líder máximo Abimael Guzmán Reinoso, para el diario El País, Roncagliolo empieza su relato desde su llegada de España. Su misión se va complicando cada vez y revelándose ante si, espacios y reflexiones nunca antes tomadas en cuenta por el autor, casi como si del Dante y su descenso al averno se tratara. Al final, el reportaje se convirtió en un libro, más por expectativas comerciales, que por méritos narrativos o aportes históricos. Pero no es precisamente la narración el problema del libro. No. Ducho al fin y al cabo en las artes de escribir (sin ser ningún talento descollante), el autor de “Abril Rojo” y de “Pudor”, nos entretiene con una prosa ligera y dinámica que captura desde el inicio hasta el final. Su principal yerro, está __________________________________
en su incansable afán de humanizar inútilmente a los integrantes del grupo que desangró nuestro país. Y no es que la intención per-sé esté errada. Son los tibios resultados que obtiene al darse una y otra vez con esa obsesión por encontrar el “detrás de” en la actitud irracional de los senderistas. Cualquiera de sus intentos por abordar la vida personal, íntima, de los protagonistas del movimiento terrorista, se dan de lleno con una muralla infranqueable: la estructura mental de sus líderes, que están regidos rigurosamente por el pensamiento guía del Presidente Gonzalo.

Pero no solo la tozudez que raya en el fundamentalismo religioso de la cúpula del senderismo, impide que Roncagliolo logre su cometido. Su inexperiencia y su falta de aquél olfato periodístico de perro de presa, (tan aceitado en viejos zorros como Gorriti o Uceda y hasta en el polémico Umberto Jara), impiden que éste haga “las preguntas correctas”, como él mismo se lamenta a lo largo de sus páginas. Roncagliolo entonces urde un paliativo para enriquecer el relato. Para hacerlo digerible. Para contar “algo”. Emplea la primera persona para narrar los avatares de un periodista en busca de la “noticia del año”. Y es aquí donde el autor de “La cuarta…” se equivoca. Nos ha vendido en toda entrevista promocional que realiza (en la TV, en la radio), que el lector se encontrará con un texto cargado precisamente de intimidades de los líderes se Sendero. Que tendremos entre las manos un libro que escudriñará el verdadero corazón del monstruo. Que analizará el por qué tuvo simpatizantes incluso en la misma población civil que sojuzgó. Pero el libro termina siendo más una historia sobre el narrador de la historia que sobre la historia misma. Un resumen de libros y artículos periodísticos ya conocidos y harto leídos, matizados con tímidas entrevistas a agentes e inculpados. Roncagliolo se equivoca también al yuxtaponer a sus limitaciones como investigador, sus propias experiencias. Nos llega a narrar (inútilmente pienso) su cercanía con aquella izquierda romántica de los setentas, virtud al exilio mexicano de su padre, un conocido ideólogo izquierdista de los setentas. Se equivoca al tratar de personalizar, de vincular la tragedia que significó Sendero, a partir de su cercanía a esa “otra izquierda”, empalagándonos incluso con referencias a su “tío Alfonso”, quien no es otro que Barrantes Lingán.

Es justamente cuando Roncagliolo se despoja de este atavismo, que logra sus mejores páginas. Es cuando descubre y reflexiona sobre la indiferencia actual de la gente respecto al tema, como una suerte de negación generalizada de la guerra. Como si quisiéramos pensar que nunca pasó lo que pasó. Acierta cuando reflexiona en tanto y cuanto, los peruanos, simplemente cerramos los ojos para no querer ver precisamente al verdadero monstruo: la pobreza y la desigualdad de nuestro país. Cuando advierte que, pese a los 70,000 muertos, aún no queremos entender por qué nos pasó. Pero lamentablemente estas reflexiones duran poco y están teñidas de ese “yo” que enturbian precisamente la riqueza de ese análisis.

Pienso que “La cuarta espada…” decepciona. Uno se encuentra con muy poco para la reflexión y el análisis, como aquél del enunciado con el que abrimos este artículo: el amor terminó por aniquilar a Sendero. Tal vez especular y fabular en torno a este hubiera sido más interesante para conseguir un relato novelado más significativo. Las páginas de “La cuarta espada…” terminan siendo tal como Roncagliolo cierra su último párrafo, como el cielo de Lima: igual de gris. El joven autor, ha quedado en deuda.

QUÉ ENVIDIA SIENTO POR LAS MUJERES

MUJER SOY Y NO ME COMPADEZCAN

Últimamente vengo sintiendo envidia por aquellos seres humanos que luego de ser concebidos optaron circunstancialmente por nacer mujeres. Y al decir esto no estoy haciendo una confesión de parte ni saliendo oficialmente del closet. No. Sencillamente siento envidia sana y sincera. Y es que leyendo los e-mails masivos que vienen abarrotando mi bandeja del correo por estos días, constato lo maravilloso que hubiera sido pertenecer a esa casta privilegiada de seres llamados “de Venus”.

Motivadas seguramente por el “Día mundial de la mujer”, amigas mías me vienen enviando adjuntos hechos en power point, que son presentaciones alusivas a la efemérides en cuestión. Más allá del tono satírico de algunas de esas presentaciones o al tufillo reivindicatorio de otras, he podido constatar que las mujeres son realmente excepcionales. ¿Por qué lo digo? Porque según lo leído son definitivamente más inteligentes que los hombres, más trabajadoras, más emprendedoras y más geniales que nosotros. Ellas no solo laboran ocho infatigables horas en una oficina socorriendo a un jefe renegón y poco comprensivo, sino que luego -cansadas pero contentas- llegan a casa para desempeñar sus labores domésticas, con el mismo empeño y devoción. ¿No son fantásticas? ¿Qué hombre puede hacer algo así? ¿Quién de nosotros puede, pese al cansancio de un día de trabajo, atender las quejas de un marido reclamón y consolar a uno o a varios niños llorones? ¡Ellas, claro! ¡Sólo ellas! ¡Y todo lo hacen con una sonrisa de ángel, luciendo el maquillaje de la mañana casi intacto, con la panty-media sin haberse corrido un solo milímetro y sin siquiera haberse quitado los zapatos de taco cinco con los que salen a diario a trabajar! ¡Y eso no es todo! Cuando salen, les abren todas las puertas, no pagan la cuenta, les ofrecen un lugar en un espacio atestado de gente y además, por si fuera poco, cuando las engañan soy ellas las traicionadas (qué pena), pero si engañan… ¡¡el cachudo es uno!! ¡¿No es increíble?!

Les juro que con tantas ventajas hasta estoy remotamente pensando (insisto, remotamente. A lo lejos. Casi, casi, en un juego de exclusiva retórica mental), si no hubiera sido más interesante nacer mujer.

Claro, si tan solo alguien se hubiera dado la molestia de escribir aquél libro imprescindible. Ese best seller inexistente. Esa guía tan necesaria como imposible: “El perfecto manual para entender el comportamiento femenino”. Con él a mano, tal vez la cosa sería más fácil tanto para los que quisieran migrar hacia el sexo débil, como para aquellos que simplemente quieren entender. (Cosa casi imposible).

Quisiera entender por ejemplo cómo seres tan excepcionales, tan devotos, tan entregados, pueden hacer todo lo que hace y más, cuando cada mes tienen que enfrentar los dolores incómodos de una enfermedad de la que jamás se contagiaron. ¿Cómo pueden lucir tan radiantes pese a la irritabilidad de aquella ineludible fecha? Es injusto que a seres tan llenos de virtudes, tan superiores, no se les pueda entender cuando un “sí” suyo es un evidente “no” (¿es que acaso tú no te das cuenta de nada, insensible?). O cuando un “no” delicado y cálido, quiso decir un contundente “sí” (preferiste quedarte en la sala viendo tu partido y no venir a la cama. ¿Qué te pasa? ¿Acaso tienes otra?). Comprender, reitero, apenas comprender, cuándo un chiste o un comentario bobo de estos seres superiores, es una invitación a “algo más” y cuando los haces tú, es una de tus cochinadas de siempre o sencillamente una pachotada. ¿Cuándo les haremos justicia comprendiendo el por qué esa falsa manera de decir “hoy me duele la cabeza”, suele ser tan contundente y absoluta? (Lo único que haces es pensar en ti, egoísta). Les haríamos un sincero homenaje si intentáramos comprender cómo se es supremamente inteligente, cuando te preguntan cinco minutos antes de salir: "me pongo el rojo o el negro, mi amor?" Y cuando uno opta por el negro, te gritan histéricas: "¡Ajjj, pero con el negro me veo gorda, con el rojo no combina nada y con el blanco ni hablar porque estoy con la regla!” Para agregar llorando: “¡No tengo nada qué ponerme, no voy a ir a ninguna parte así. Anda tú si quieres...!” Y cuando uno parte, entendiendo que aquella fémina en crisis necesita estar sola, lo esperan en la madrugada con cara larga recriminándonos nuestra indiferencia. (A veces pienso que ya no me quieres. ¡Me largo donde mi mamá, para que pienses mejor cuánto valgo!)

¿POR QUÉ LAS LÍNEAS DE TRANSPORTE INTERPROVINCIAL?

Las líneas de transporte interprovincial tienen dos maneras de lesionar a sus pasajeros: accidentarse (costumbre cada vez más frecuente) y atarantarlos con esperpentos musicales. ¿No les basta acaso con traernos en buses camión, sin cinturones de seguridad, haciendo escarnio de la “tolerancia cero”, para encima clavarnos a decibeles infrahumanos los vídeos del infame Arjona o el unplugged del desafinado Sánz?

Sin embargo un día de aquellos, y luego de más de 30,000 kms recorridos en carretera este año, finalmente estos sujetos acertaron. Tras 14 horas de viaje de Cajamarca a Lima, el bus que me transportaba me despertó una mañana con el estupendo tema “El nacimiento de Ramiro” de Rubén Blades. Ese despertar fue perfecto. Iba a Lima precisamente a ver a mis hijos, cuando empezó a sonar aquella letra magistral que reza, “… nació mi niño, mi niño nuestro niño, ¡quién lo creyera!”. Me desperté maravillado escuchando la misma estrofa que repetí hasta el cansancio cuando nació mi hijo mayor, y el coro que volví a cantar cuando llegó el menor: “…abran los balcones beban rones, rompan lo que quieran que lo pago yo”.

“El nacimiento de Ramiro” es parte de la aquél magnífico álbum doble titulado “Maestra vida”, lanzado por la FANIA en 1980. Aparte de “El nacimiento…” destacan temas como “Manuela”, “Carmelo (Parte I y II)” y el estupendo “Prólogo”, espectacular tema fusión con instrumentos sinfónicos y de salsa. No puedo dejar de mencionar tampoco al tema que da nombre al álbum, cuyo coro es un clásico: “… maestra vida, camará, te da te quita, te quita y te da”.

“Maestra…” es la primera ópera salsa de la historia, y marcó un hito en el género de la salsa. Blades fue un adelantado de su época e introdujo elementos de la narrativa literaria latinoamericana a la música, algo impensado por aquél entonces.

Este magnífico trabajo musical cuenta la vida, pasión y muerte de Manuela Peré y Ramiro Da Silva, una pareja que se conoce en medio de los avatares de un barrio popular de cualquier país de Latinoamérica. Es en ese ambiente festivo -a pesar de las estrecheces económicas y los problemas- que se enamoran, se casan y tienen un hijo, Ramiro Jr., sobre el que cifran toda esperanza. Pero como suele suceder en la vida real, esta no tiene un final feliz: Jr. termina siendo un delincuente; los protagonistas envejecen y mueren solos, mientras esperan inútilmente el regreso de su hijo.

La dupla conformada por Blades y el puertorriqueño Willie Colón, llegó a su clímax con ese trabajo. La espectacular letra de Rubén, llena de imágenes y referentes comunes al barrio, a la esquina, a la “mancha”, nos aproximan a la propuesta latinoamericanista que Blades plantea en casi todo su trabajo. Y es en ese “reconocernos”, que el panameño explaya su mensaje integracionista, el que se puede resumir en una de las estrofas de su también magistral tema “Plástico”, “…una Latinoamérica unida, la que Bolívar soñó”.

Más allá de sonar por momentos empalagoso y hasta demagógico, los componentes de la propuesta musical de Blades, son únicos. Sin embargo estoy seguro de que de no mediar la presencia en los arreglos de otro grande de la salsa como Colón, la propuesta de Blades no hubiera tenido la trascendencia que tuvo. El puertorriqueño dejó su sello inconfundible en todas y cada uno de los trabajos que hizo junto a Blades, desde la época de "The good, the bad and the ugly" (la primera grabación que hicieran juntos en 1975), y en “Maestra…”, su aporte es notable. Ese trombón desgarrador, hondo, que golpea con atisbos de tristeza -más allá de si el tema es una salsa festiva o un bolero melancólico- marca de manera peculiar la narración de la historia de Ramiro y Manuela. En mi modesta opinión, ese trombón cargado de notas de un agridulce dolor muy latino, es el principal aporte del arreglista en ese trabajo. Mención aparte es precisamente el arreglo que hace para el tema “Prólogo”, con música de vientos y cuerdas clásicas, como un preludio a la presentación de los ritmos típicos de la salsa. (Algo similar a lo que hiciera también con el genial instrumental “La china cubana”, tema que grabara con la Filarmónica de Puerto Rico).
Luego de casi 20 años juntos, y tras haber creado auténticos clásicos como “Siembra”, “Pedro Navaja” y “Tiburón”, una de las parejas más innovadoras de la salsa de los setentas, representantes notables de aquél estilo musical llamado “Salsa Dura”, decidió separarse. Después de habernos emocionado con versos tan memorables como, "…dime cómo me arranco del alma esta pena de amor…"del tema “Dime” y su contraparte, esa celebración al amor que canta, “…por el amor aprendí que todo es alegría. Porque llegaste tú y alumbraste la al alma mía con tu luz”, de “Yo puedo vivir del amor”, ambos tomaron rumbos diferentes. Unos dicen que fue por desavenencias económicas, otros que por celos. Colón habría estado resentido con la fama de Blades, de la cual él habría sido considerado su sombra; el panameño habría estado inconforme por los comentarios que afirmaban que, sin la música del puertorriqueño, su temas no hubieran los éxitos que fueron. Por eso tal vez haya sido una manera de tomar distancia de los arreglos musicales del hombre del trombón, y Blades lanzó en el 84 un álbum espectacular, que superó -dentro de su estilo- el trabajo de “Maestra Vida”. Este trabajo se llamó “Buscando América”, y tiene la peculiaridad de que fue grabado utilizando samplers y sin un solo instrumento de viento. ¡Ni uno solo! La forma de decirle a Colón y al mundo, que no los necesitaba para seguir siendo grande. Un alarde de autosuficiencia por parte de Blades, con la intención de decirle a todos que no necesitaba a su ex socio para lograr una pieza de antología. “Decisiones”, “El padre Antonio” y como no, la adaptación de “Todos vuelven” del peruano César Miró, son lo mejor de aquél trabajo. (En su versión en vivo incluso Blades le hace un homenaje a los peruanos cantando el verso, “…todos vuelven recordando a los muchachos, de la gran Alianza Lima”, en alusión a los potrillos que partieran aquél 8 de diciembre de hace 20 años). Blades siguió innovando. Luego de grabar su “Sorpresas”, (en la que figura la segunda parte de Pedro Navaja, con la historia del famoso hampón y su asombrosa resurrección) siguió con el éxito titulado “Escenas”. Posteriormente grabó un disco con temas inspirados en cuentos de García Márques, que tituló “Agua de Luna” y que pasó un tanto desapercibido (incluso no se lanzó en el Perú). Ese trabajo fue el primero de varias propuestas “exploratorias”, que siguieron con un disco en inglés al que llamó “Nothing but the truth” (donde el mítico Sting presta su legendario bajo y hace los coros en un par de canciones). Éxitos más recientes son “Tiempos” y “Mundo”, donde incluye temas musicales donde fusiona cajón peruano y gaitas irlandesas. En suma, un grande. Si es así, que los buses interprovinciales que me sigan despertando con música de verdad, como el que dio pié a este artículo. Ahora bien, si en una de esas mañanas me despiertan con Marilyn Manson o System of a down, probablemente será la primera vez que un pasajero le pide a la azafata que se case con él en ese mismo instante.

PASAMOS UNAS MINI VACACIONES

Con apenas 70 soles el en el bolsillo, hace poco pasé las mejores vacaciones en mucho tiempo. Fueron unas mini-vacaciones la verdad. Ocupé por tres días y dos noches la suite de lujo de un hotel cinco estrellas y, como no podía ser de otra forma, estuve muy bien acompañado. La descripción del paraíso incluye habitación con cama extra-king, jacuzzi, room service 24/7 (con mozo al que se le borraba rápidamente la sonrisa cuando no recibía la suculenta propina habitual) y el espíritu de “Un mundo para Julius” rodando por los pasillos de aquél clásico hotel. Fueron tres días dos noches viviendo a todo meter, cortesía de un paquete especial al que me afilié hace poco menos de un año, cuando la billetera no apretaba tanto. ¿Debo dar detalles de la experiencia? Pues ahí van: nos tomamos el pelo con bromas de todo calibre, reímos hasta quedar roncos, comimos hasta reventar, bebimos todo lo bebible del frío bar, luchamos como auténticos campeones de la WWE y usamos el jacuzzi hasta el hartazgo (al que le vaciamos toda la ración de espuma a la que teníamos derecho, más dos tubos de champú que compré en un autoservicio cercano).

Fuimos tres niños durante ese fin de semana. O a decir verdad -luego de ver a mi hijo mayor sumergiéndose en la malteada de espuma de champú hecha por el jacuzzi- éramos en realidad un niño que se había vuelto hombre, un adulto que quería volver a ser niño y un niño de verdad al que le gusta que lo llamen “jovencito”.

No nos tocó días de piscina, así que las gélidas aguas del gigante pallar celeste que dormitaban tranquilas justo debajo de nuestra ventana, nos hacían cachita desde el primer piso del hotel. Eso nos importaba poco la verdad. Para aguas teníamos suficiente con la del jacuzzi de nuestra suite, así que decidimos cambiar de entretenimiento la mañana del domingo. Luego de voltear tres veces la mesa del gigantesco desayuno-bufete, nos fuimos de trekking citadino para recuperar el aire perdido en la comilona. Anduvimos cuadras de cuadras por las veredas de San Isidro. Era una mañana típicamente gris de junio. Sé que a muy pocos les gusta esa tonalidad limeña del tipo “pecho de rata”, y lo entiendo. Pero a decir verdad, yo la disfruto muchísimo. El frío, la garúa, el estado melancólico en que se ven las cosas en medio de un tráfico dominical casi inexistente, generan en mí un profundo sentimiento de pertenencia difícil de explicar. Un Yo interno muy limeño, aflora de pronto y me dice que (para fortuna o desgracia) soy también parte de esa nostalgia. De ese gris indefinido. De esa bruma que no es más que una costra mezcla de humedad, smog y tierra que el viento sube desde los acantilados y arrastra desde las huacas aledañas. Pero además las calles domingueras de San Isidro, tienen además un significado especial para mí.

Para darle descanso a su madre-trabajadora, los domingos por la mañana, solía apertrecharme con sendas mamaderas con agua de anís, una dotación importante de pañales y me arrancaba a caminar con mis hijos por las calles de aquél distinguido distrito. Mis hijos y yo caminábamos durante horas, o mejor diré, yo caminaba empujando sus coches, mientras que ellos sencillamente disfrutaban del paseo.

Más de 12 años después, transité nuevamente por esas mismas calles. La diferencia era notoria. Antes era más fácil para ellos: simplemente papá hacía todo el esfuerzo. Él empujaba mientras, mamadera en mano, ellos observaban tranquilos del paisaje. Ahora –generación post-Nintendo a fin de cuentas- la caminata se les hizo inaguantable. Hubo que contener las quejas y refunfuños de los revoltosos, por lo que eché mano de mi espíritu creativo: pasamos de adivinar las banderas que adornan las residencias de los embajadores que abundan por la zona (con la promesa de regresar al hotel si acertaban), a las diferentes historias de mi infancia y juventud (cuya condición era también volver, si acaso les aburrían). Felizmente ellos no acertaron ni una sola y yo los entretuve con mis historias (las que sazoné deliberadamente con datos fantásticos que causaron el efecto que pretendía).

Anduvimos durante más de tres horas. Fue sencillamente mágico. Recuperé, de un modo distinto, aquella intimidad que construimos cuando ellos eran bebés y yo era papá en estreno. Me pareció maravilloso que haya podido voltear nuevamente aquellas mismas calles con esos dos chicos a los que veo cada quince días, (período en el que inexorablemente el tiempo hace su trabajo y me los devuelve centímetros más altos, y con la voces cada vez menos agudas), tal como lo hiciéramos años atrás. En esa caminata, recuperé algo de eso que temo estar perdiendo y que tengo luchar a diario para recuperar: la intimidad entre un papá y sus retoños. Pese a que hago denodados esfuerzos por mantenerme presente en sus vidas a través del teléfono, del Internet (sí, la tecnología tiene cosas definitivamente buenas) y las mil y una maromas que invento, siento que estoy perdiendo inexorablemente valiosos instantes de su crecimiento. Por eso valoro tanto esos momentos en los que, gracias a Dios, la magia se presenta y recuperamos los instantes perdidos.

Tengo muchas fotos de mis hijos. Varias de ellas me han acompañado a lo largo de mis últimos años de peregrino sin destino. Son parte de mis recuerdos. Son el velcro que me pega a la vida, el prozac emotivo que necesito para saltar de la cama cada mañana. Pero hay una foto en especial que me estruja el corazón cada vez que la contemplo: la de mi hijo menor con una miradita inocente y una sonrisa despreocupadamente feliz. Se la tomé cuando apenas tenía dos años de edad y le sonreía feliz a su madre que le hacía un apapacho sonoro a mis espaldas. Resulta que desde hace años no veo en mi hijo aquella misma expresión. Me pregunto por qué. Muchas veces contemplo aquella fotografía y un gran sentimiento de vacío y culpa me embargan. ¿Qué hice para borrar de ese niño aquél gesto feliz? ¿Qué estoy haciendo para volvérselo a dibujar en su tierno rostro?

Cientos de pasos por largas veredas mojadas por la tenue garúa de junio, en medio de adivinanzas sobre los colores de unas banderas, mis historias (mitad verdad mitad invento) y sus preguntas emocionadas para saber “más del papi”, me devolvieron por instantes aquella misma expresión. Me quedó la sensación de que debo seguir andando, y redoblar el paso antes de que sea tarde, (pensaba), mientras transitábamos por aquellas calles llenas de unas nostalgias tan mías como el cielo gris de Lima. Me prometí que debo hacer el esfuerzo necesario para mantener viva esa conexión y devolverles la sonrisa a mis hijos… para que esta vez, no se les borre nunca de sus rostros.

Luego de haber circulado varias veces al “God of War II” del Play Station (en modo “Dios”), los tres estábamos echados boca arriba en la cama extra king, mientras nos llenábamos de nostalgias. Concluimos que habíamos pasado tres días espectaculares y que nos daba muchísima pena separarnos. Nos hicimos promesas futuras. Yo les prometí que trabajaría mucho para poder tener más momentos como ese. Sentido, mi hijo menor, me prometió que estudiaría mucho para que yo me sienta orgulloso de él. El mayor, adolescente al fin y al cabo, permanecía callado. Cuando le pregunté si él tenía algo que decir, me dijo contenido y con lágrimas en los ojos, “…y yo… yo te prometo, papi, que no voy a ver más páginas porno en Internet”. Aguantando mi sorpresa (y la risa) y asumiendo un esforzado aire de naturalidad, le dije que eso estaba muy bien. Que no estaba en edad.

Internamente concluí que debo estar más cerca de mis hijos, y acaso andar miles de cuadras más para saberlos bien encaminados.

ODIO A WALT DISNEY

Odio a Wal Disney. O mejor diré que lo odiaba, porque ahora hay gente a la que odio más. Lo odio (o lo odiaba) porque me causó uno de mis primeros traumas infantiles: mató sin asco ni piedad a la mamá de Bambi. Recuerdo que lloré desconsoladamente cuando el emblemático siervito le preguntó a su padre dónde estaba su madre y éste le respondía seco que mamá no volvería porque los cazadores la habían matado. ¡Eso no se le hace a un niño de seis años, Walt! ¡Al menos no sin una advertencia! Debiste haber puesto algo así como “en medio de una de las películas más tiernas de la historia del cine, la felicidad de un bosque maravilloso y la del un joven cervatillo, serán destruidas por el asesinato brutal de la madre del protagonista. Padres, abstenerse de llevar a sus hijos”.

La herida de aquella escena ni siquiera se equiparó a otros dos traumas mediáticos de mi infancia. La despedida del Topo Gigo de la TV también marcó a quienes solo contábamos con tres canales en nuestros receptores en blanco y negro sin control remoto (léase a los de mi generación). Recuerdo hasta ahora cómo el andrógino ratón se despedía de Braulio Castillo, elevándose por la parte superior de su mini-anfiteatro, tomado de un manojo de globos. Gritaba “ciao”, “adío”, con su voz nasal y chillona mientras agitaba su manita y movía la cabecita disforzado. Ni siquiera el alejamiento del Tío Jonnhy (otro trauma) causó en mí tal remesón como la muerte de Bambi´s mom.

Algo más grandecito ya, y cuando creí que había superado el impacto de Bambi, fui al cine a ver una reposición de Dumbo y el inefable Walt lo hizo otra vez. En una escena el elefantito estaba desolado. Habían encerrado y encadenado a su madre por loca, tras haberlo defendido con furia de unas elefantas que se burlaban de sus orejotas. Juro que no he vuelto a ver esa película. Pese a los años transcurridos recuerdo la imagen de la trompa de la elefanta encerrada, saliendo de entre unos barrotes buscando a tientas a su pequeño hijo para consolarlo y acariciarlo.

¿A quién se le ocurre someter a las madres de los personajes animados más famosos de los primeros tiempos a semejantes vejaciones? ¿Qué mente desquiciada podría maltratar así la majestad de la maternidad? Nadie como Walt Disney para hacerlo junto a su innegable talento para vender a través de uno de los recursos masivos más efectistas: el melodrama. (Tal vez fue gracias a él que años después me dediqué a escribir telenovelas. No lo sé).

Pero empecé diciendo que ya no odio al papá de Mickey. ¿La razón? El melodrama de ficción que destrozara el corazón de un niño (es decir el mío), ha sido largamente superado por el melodrama descarnado y brutal de la realidad. El crápula de mi niñez es un chancay de a medio al lado de los que vienen destrozando la figura de la maternidad hoy en día. Y no son pocos los que ponen de su parte en este neo matricidio. La lista de aquellos que hacen añicos la imagen materna va desde las aparentemente inofensivas mujeres que se casan, (que se arrejuntan o simplemente “están” con un hombre), con el único y exclusivo propósito de tener un hijo y sentirse realizadas como madres, sin importarle un bledo que la criatura crezca o no al lado de un padre. Están también las “ex” que sustentan el éxito de su maternidad, presionando hasta el hastío al marido alejado, para ver el incremento personal de su propia economía, sin pensar un segundo en sus hijos. Está aquella máquina espeluznante que prolifera por Europa, donde una mujer puede dejar abandonado y confortable a su hijo en una suerte de incubadora callejera, como alternativa a dejarlo morir de frío. Se le salva la vida, dicen algunos, pero ¿qué hay de las criaturas que fueron concebidas y libradas a su suerte en una máquina sin el más mínimo sentimiento maternal? No quiero ni imaginarme una generación masivamente criada por cajas ultramodernas, orfanatos y albergues sin la calidez y el cariño de una madre. O tal vez ya estén aquí. Tal vez de esa gente sin amor de madre en su infancia, provenga ese argumento tan absurdo como macabro del puritanismo religioso, (paroxismo de los matricidas): los ecologistas, ligados a comunistas herejes, se preocupan más por proteger a la tierra que a los propios seres humanos. ¿En que momento Disney fue superado por esos Chukies fanáticos que niegan algo tan elemental como que la tierra es la madre de madres? ¿Que ella es un enorme útero que nos alberga a todos, que nos da abrigo, protección, alimento, oxígeno y que sin embargo estamos matando sin culpa ni arrepentimiento? ¡Sencillamente estamos matando a mamá! ¡Somos peores que los cazadores que mataron a la mamá de Bambi!
Por eso creo que el viejo Walt ha sido superado de lejos y yace a la espera de volver recargado desde el fondo de su criogenia. Solo puedo decir que la maternidad en estado puro está a salvo en aquellas madres de viejo y nuevo cuño que aún existen y creen todavía en valores aparentemente obsoletos como abnegación, sacrificio, entrega y perdón… es decir amor de madre pero el de verdad. Para todas ellas (y a la mía en especial) gracias por su valerosa y digna resistencia.