NO ES FACIL VIVIR EN EL PERÚ Y SOÑAR

No es fácil vivir en el Perú y tener sueños. Ser lírico y pensar que “todo será diferente”, “mejor”, es un ejercicio casi inútil entre nosotros. Al final uno corre el riesgo de sentirse bobo, idiota, hasta extraterrestre. Quizá sea por eso que la gente que camina por las calles apenas sonríe. Vivimos pensando más en sobrevivir, en defendernos del otro, antes que “perdiendo el tiempo” imaginando, pensando que algo puede ser distinto.

La navidad que pasó soñé que iba a ser especial. Lo sería en virtud a mi promesa de cambiar, de disfrutar de ese espíritu al que siempre me resistí. Tenía el firme propósito de liberar demonios añejos. Quería compartir con mis hijos cada instante. Quería verlos felices al abrir sus regalos, verlos sonreír al lado de su papá. Ese era mi sueño pero olvidé que uno no puede dejar de estar en permanente estado de alerta, ante aquellos que tienen la indecente misión de despertarte de un zarpazo certero. El 23 por la noche, luego de haber dedicado el día entero en los preparativos para la noche buena, llegué a casa con mis hijos y descubrí que me habían robado. Habían entrado y vaciado mi casa casi por completo. Incluso se habían llevado los regalos que reposaban debajo del árbol de navidad. Lo peor no fue mi desilusión. Lo más triste no fue imaginar a los ladrones riéndose de lo bobo que fui. Lo más lamentable fue constatar el desconcierto de mis hijos, su ofuscación. Ver en sus caritas que se daban cuenta que nada iba a salir tal como soñé, como les hice creer, me demolió.

Los acosté prometiéndoles que todo sería distinto a la mañana siguiente. Llamé a la policía y lo que siguió parecía inspiración de Ionesco: El técnico que viajaba en la camioneta de serenazgo me preguntó si los trabajadores del grifo vecino habían visto algo. Le dije que no tenía la menor idea. “Seguramente que no, esos nunca saben nada, pero igual ha debido preguntarles”, me dijo con cierta sorna. ¡¿Yo?! Exclamé lleno de bronca. El policía ni se inmutó. Me sugirió que me acercara a la comisaría al día siguiente para obtener una copia de la denuncia y se marchó sin más. Pasé el resto de la noche recogiendo y ordenando lo que quedaba, tratando de que el despertar de los chicos no fuera tan funesto. Al día siguiente había que cambiar chapas, reforzar la seguridad, ir por más regalos, no sé...
En el desayuno apenas si hablamos. Los tres estábamos ensimismados. Volví por mis fueros y traté de animar el ambiente prometiendo que pese a todo, esa navidad sería la mejor. Me estaba esforzando. Quería hacer que los niños se olvidaran del lamentable suceso. Pero la realidad volvió a llamar a mi puerta. “De la DIVINCRI, señor. Venimos a levantar las huellas. Espero que no haya movido nada”. Le traté de explicar al encargado que a mí nadie me había dicho algo sobre aquél procedimiento y que no quería que mis hijos vieran todo el reguero producto del robo a plena luz del día. “Entonces no hay nada que hacer”, me cortó el policía impaciente. “Firme aquí y estampe su índice derecho a un lado. Aquí tiene el tampón. Buenos días”.
La comisaría, horas más tarde, fue otra historia. “Si quiere la copia de su denuncia, traiga una especie valorada”, me ladró un guardia que ni siquiera se molestó en levantar la nariz de su viejo cuaderno. Le dije contenido que además de ser 24 de diciembre era domingo. ¿Dónde iba a encontrar un Banco de la Nación abierto? “Vaya usted a la comisaría de Miraflores, entonces”. Y váyanse ustedes a la mierda, pensé mientras me marchaba molesto.

Aquella noche mis hijos y yo nos fuimos a un hotel. Cenamos. Abrimos los regalos. Les dije a los chicos cuánto los amaba. Les dije que pese a todo lo ocurrido, lo importante era estar juntos. Creo que les salvé la noche, aunque no estoy demasiado seguro. Viéndolos dormir pensaba en lo humillado y dolido que me sentía. Pensaba en qué demonios decirles cuando en algún momento de sus vidas me digan que tienen planes, ilusiones, sueños. Me imaginaba respondiéndoles que los realicen lejos de aquí. Que este país no valía la pena y que no se hicieran ilusiones de que esto cambiaría.
Han pasado los días. Hoy estoy más calmado y reflexivo. Sigo pensando que es un disparate tener sueños en este país. Pero hoy creo que debo hacer algo para que ello sea factible. La cara de tristeza y desilusión de mis hijos será el motor que me empuje a hacer que soñar sea posible entre nosotros. Aún no sé cómo lo haré pero necesito hacer esto por ellos. Tal vez en el intento también ayude a que más gente sonría en las calles. Sólo espero no estar (otra vez) soñando en vano.

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