TENÍA 50 AÑOS Y NUNCA SUPE SU NOMBRE

Tenía 50 años y era un reconocido cirujano Colombiano. Trabajaba en una lujosa clínica de Bogotá y nunca tuve el placer de conocerlo. Ni siquiera supe cómo se llamaba. Solo escuché su historia de manera circunstancial y quedé conmovido

Había terminado una entrevista con Federico Uribe, un artista plástico colombiano que visitaba Los Angeles. Conversábamos mientras guardaba mi cámara y esperábamos el taxi que llevaría a Uribe rumbo al aeropuerto. Él debía tomar un avión que lo trasladaría a Miami donde vivía. El tema de la charla era trivial: el transporte urbano en LA. Le comentaba a Uribe en tono de queja, que deambular sin auto en una ciudad tan grande como ésa, a veces podía convertirse en una auténtica pesadilla. Pese a que el tráfico en hora punta era realmente desesperante para los automovilistas y que como pocas ciudades de Estados Unidos, ésta tenía un sistema de transporte público bien organizado, prefería mil veces manejar. Le contaba además que diariamente perdía dos horas de mi vida trasladándome de mi casa al trabajo ida y vuelta. De contar con el ansiado (e inalcanzable) vehículo, el tiempo se reduciría a tan solo media hora diaria. Al terminar mi lamento, el colombiano me contó la historia de un compatriota suyo que desperdiciaba nada menos que cuatro horas diarias en el deficiente sistema de transporte público miamense. Simplemente sonreí como negándome a la posibilidad de que algo así pudiera existir, y sintiendo dentro de mí un consuelo tonto al pensar que siempre hay quienes pueden estar peor que uno. Uribe continuó su relato luego de lanzarme una mirada con la que me advertía que aún no había escuchado nada.

Este compatriota suyo tenía 50 años, era médico de profesión y tenía un bien ganado prestigio. Un mal día la guerrilla tuvo la pésima idea de secuestrarlo y llevárselo al monte. Allí le ordenaron que le practique abortos a todas las guerrilleras embarazadas, las que se habían convertido en un problema para los altos mandos de las FARC. El médico se negó tajantemente debido a sus convicciones religiosas. La guerrilla lo amenazó de muerte si no obedecía. Lo amedrentó diciéndole que eliminarían inclusive a su familia. Le mostraron fotos de sus hijos, de su mujer. Le enseñaban planos, horarios, rutinas diarias… pese a ello el médico no se doblegó. Tras varias semanas de terror e incertidumbre, la guerrilla lo dejó libre con la amenaza de eliminarlo si continuaba viviendo en Colombia. El médico no tuvo más alternativa que irse. Como tantos otros, llegó a Estados Unidos para rehacer su vida. Pero como pocos, tenía que hacerlo en contra de su voluntad. Tuvo que dejar de lado una vida cómoda, un prestigio ganado, a su familia, con tal de no faltar a sus creencias. Habían pasado dos años sin que pudiera ver a los suyos. Como indocumentado, no tenía acceso a trabajos decentes y apenas subsistía. Uribe le ofreció ayuda dándole empleo en su taller de Miami Beach. Agradecido con la oportunidad, el médico viajaba todos los días en bus dos horas de ida y dos de vuelta. Llegaba al alba antes que el escultor. Ponía en orden sus cosas. Limpiaba los desperdicios. Ordenaba meticulosamente los elementos que el artista utilizaría en su jornada creativa, para dedicarse luego a limpiar y a desinfectar los baños. Según Uribe, la dedicación y entrega del médico al trabajo era conmovedora. Lo había asumido como si se tratase del mejor empleo del mundo. Y pese a la dura prueba que le había tocado vivir, no se quejaba. No emitía un solo comentario que pudiera sugerir inconformidad alguna. A sus 50 años, el doctor no podía revalidar su título en Estados Unidos. No podía pedir asilo político (trámite mal empleado por otros, que obligó a las autoridades norteamericanas a restringirlo), y tampoco podía ver a su familia a quienes constantemente les negaban la visa. Pese a todo, aceptaba su destino con un estoicismo digno de admiración.

Cuando Uribe tomó su taxi y se marchó, me quedé paralizado, sumido en un mar de pensamientos. Lo que había comenzado como una charla trivial, para llenar “silencios”, se transformó en un mensaje directo y contundente para mí. No soy religioso, sí creyente, y creo que jamás hubiera podido defender mis ideas como lo hizo el médico colombiano. No hubiera soportado tanto “castigo” por no haber hecho “nada”, por lo menos sin quejarme a diario por mi mala fortuna, por ese absurdo ensañamiento del destino. ¿Por qué alguien arriesga tanto y pierde tanto sin siquiera revelarse? No dejaba de pensar en aquella máxima que dice que las cosas ocurren por “algo”. Que uno se enfrenta de manera “casual” a acontecimientos y a información que nos dejan siempre una huella. Una enseñanza. Yo llevaba más de un año sin ver a los míos y me hacía miles de preguntas. El mensaje del médico anónimo llegó en un momento crucial para darme ánimos. Por razones muy diferentes a las de él, me había marchado a vivir la “aventura americana”. Tenía la necesidad de purgar mi alma, de ordenar mi vida. Tenía que reivindicar el hecho de no querer renunciar de manera muy personal a mi forma de ver las cosas, mis propias convicciones. La historia de Uribe me hizo ver que no era el único que andaba dando batallas inagotables contra la vida y el destino, y que antes que yo y después que yo, habrá gente siempre tras el mismo cometido. Tal vez el mensaje haya sido este: lo importante es no doblegarse antes las sus pruebas de la vida. Lo importante es continuar con la frente en alto pero con humildad, el camino que nos ha tocado andar. Puede sonar a sencilla moralina. Puede ser que esté interpretando mal las señales y los mensajes… tal vez. Pero la imagen de aquél personaje desconocido, me persigue hasta hoy. En momentos difíciles me vuelven a servir de inspiración. Tal vez cuando cumpla los 50, pueda entender mejor el sentido esencial de esta historia.

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