CUANDO TE ESCUCHE LLORAR

PAPÁ CANGURO

En el mismo instante en que empezaste a llorar, volteé instintivamente hacia la ventana de la sala de partos. En ese momento el primer rayo de luz quebraba la oscuridad de la noche. En medio de tus berridos, el día nacía y tú junto con él. Imaginé que aquella ventana se convertía en un pequeño ecran, donde empezaba a proyectarse una película titulada, (digamos), “El comienzo de una vida”. Los créditos por supuesto tenían a tu padre como director y a tu mamá como productora general. Ella y yo figurábamos también como guionistas, actores de reparto y, cómo no, como productores ejecutivos de la cinta (hubo que firmar varias letras para poder pagar la cuenta de la clínica). Tu primer parlamento en aquél film sin candidatura a algún Oscar, fue ese llanto agudo con el que le decías a todos “llegué por fin”. Esa madrugada de octubre en el que me hiciste papá por primera vez, venciste también a los cabuleros malhadados, que insistían en arruinarlo todo. Aquellos que querían empañar la felicidad de tu nacimiento, confundiéndola con la fecha trágica de la partida de tu abuela. “Así es esto y que se frieguen”, les dijiste con tu llegada. Muerte y vida. Oscuridad y luz. Hijo y padre. Bendición del cielo.

“El comienzo de una vida II”, tuvo un inicio menos lírico. Pese a que habían transcurrido tres interminables minutos desde que saliste del vientre de tu madre, te negabas a respirar. Te negabas a dar aquél chillido de vida, así que yo apagué mi cámara negándome a registrar una tragedia. Creí que la enorme alegría de volver a ser papá, esa vez quedaría frustrada. Pero no. Solo te estabas tomando tu tiempo, hijito de mi vida. Tan solo querías darle trabajo al doctor y a las enfermeras, los que se afanaban en darte masajes en el pecho al tiempo que apuraban nerviosos la bombilla de oxígeno. Mientras tanto, tu cabecita seguía colgando boca arriba, inmóvil, sobre la mesa de neonatología. Era tu primera travesura. Una joda. Era tu manera de llegar al mundo. Sencillamente tu sello. Habías nacido dormido sabiéndote de paporreta cuál sería tu misión en esta vida y no tenías apuro alguno en comenzarla. Cuando creíste que ya era suficiente de hacernos sufrir, chillaste como nadie. Me asustaste tanto. Me llené de angustia pensando que nunca respirarías. Pero nada pasó. Así eres tú. Llanto y risas. Angustia y alivio. Hijo y padre. ¡Bendita sea la vida!

Después llegaron las noches eternas. Los llantos inexplicables, los pañales que no sabíamos manipular, las mamaderas con fórmulas extrañas y también el cansancio. Sobretodo el cansancio. No fueron pocas las madrugadas en que ustedes y yo nos quedarnos dormidos exhaustos, tratando de sobrevivir.

También llegaron los paseos en coche. ¿Se acuerdan de sus coches? Los gastamos en esas caminatas interminables por las calles vacías de los domingos por la mañana. Surcábamos cuadras de cuadras, haciendo tiempo para que mamá también recuperara un poco de sueño. En esas latazas inagotables, nos hicimos íntimos.

Cómo quisiera que vuelvan esos días, chicos. Me gustaría incluso volver a ese enroque incomprendido, en el que papá se convertía casi siempre en mamá. Y es que yo mismo les cociné, los cambié, los bañé, lavé su ropa y hasta se las planché, sin pudor ni complejo alguno. No solo eso. ¿Acaso no hicimos tantas veces las tareas juntos? ¿No volamos a la tienda tantas otras, para comprar las cosas del trabajo manual “de mañana”? ¿No corríamos a sus sesiones con la psicóloga, a sus clases de natación y de ahí nuevamente a las tareas? Incluso mis amigos me fregaron durante seis meses porque una vez fui a una reunión de madres del nido. Tenía que reemplazar a su mami que tenía un horario de esclava (cuánto envidiaba ella el que yo pudiera trabajar en casa).

¿Saben? Me gustaría que aquella máquina del tiempo con la que jugamos tantas veces, poniendo palos y frazadas, entre los muebles de la sala del abuelo, realmente exista. Invéntenla, ¿ya? Háganme regresar a aquellos instantes maravillosos en los que ustedes se quedaban apaciblemente dormidos en mi pecho, con su cabecita cerca de mi mentón y su boquita abierta mojando mi camisa. Quiero volver a sentir su respiración cortita cerca de mí. Sentir sus latiditos cerca de mi corazón. Quiero volver a ver aquellos suspiros intermitentes y luego ver cómo levantan su cabecita al despertar, para encontrarse con mis ojos antes de sonreír. ¡Su sonrisa de bebé! Aquella con la que me reconocían, con la que me decían que sabían quién los cuidaba, quién los amaba como nadie. Esa sonrisa es uno de los momentos más maravillosos de la vida. El paso previo a otro instante genial: cuando empiezan a decirte “papá”. ¿Podrá la máquina del tiempo devolvernos a aquellos momentos de magia? ¿Podré con ella recuperar lo que era mío? ¿Habrá algún aparato así, que me permita volver atrás y pueda corregir mis errores? Me temo que no.

No ha sido fácil vivir estos años sin ustedes. No han sido pocas las veces en las que he tenido que apoyarme en la pared de la ducha del baño de una casa ajena (siempre una casa ajena), y llorar pensando en ustedes, confundiendo mis lágrimas con el agua cayendo por la regadera. Pero el dolor tiene sus bálsamos y esos casi siempre han venido de ustedes. Aún recuerdo ese Día del Padre cuando yo estaba más lejos que ahora y Gabrielito me dijo que no me preocupara, que pronto estaríamos juntos y me dio la bendición por la línea del teléfono. Ese “que Dios te bendiga, papi” me sirvió de tanto, en ese momento en el que no los veía desde hacía catorce meses. También vino a mi rescate aquél “así es la vida, papi, no te preocupes”, de Nicolás, cuando yo hacía maromas inútiles para explicarle torpemente por qué su mamá y yo no seguíamos juntos. ¡Tenían solo siete y diez años cuando me otorgaron esas pequeñas treguas! Tal vez los hice hombres demasiado rápido. Lo siento de veras. Lo siento. Hubiera querido que todo fuera distinto.

Tal vez no haga falta inventar ninguna máquina para tratar de reparar lo irreparable… tal vez solo nos quede planear nuestro futuro y escribir el argumento de nuestra próxima película: “El comienzo de una (nueva) vida III”. Total, esta vez en que los tres seremos no solo los escritores sino también los directores y protagonistas del film, podremos inventarnos el final más feliz de todos.

Alguna vez escuché a alguien decir que un hombre puede llegar a amar a una mujer hasta 18, en una escala del 1 al 20… y en la misma escala, a un hijo, como mil. Yo no suscribo esa afirmación. Yo los amo como un millón de millones.

0 comentarios: