PASAMOS UNAS MINI VACACIONES

Con apenas 70 soles el en el bolsillo, hace poco pasé las mejores vacaciones en mucho tiempo. Fueron unas mini-vacaciones la verdad. Ocupé por tres días y dos noches la suite de lujo de un hotel cinco estrellas y, como no podía ser de otra forma, estuve muy bien acompañado. La descripción del paraíso incluye habitación con cama extra-king, jacuzzi, room service 24/7 (con mozo al que se le borraba rápidamente la sonrisa cuando no recibía la suculenta propina habitual) y el espíritu de “Un mundo para Julius” rodando por los pasillos de aquél clásico hotel. Fueron tres días dos noches viviendo a todo meter, cortesía de un paquete especial al que me afilié hace poco menos de un año, cuando la billetera no apretaba tanto. ¿Debo dar detalles de la experiencia? Pues ahí van: nos tomamos el pelo con bromas de todo calibre, reímos hasta quedar roncos, comimos hasta reventar, bebimos todo lo bebible del frío bar, luchamos como auténticos campeones de la WWE y usamos el jacuzzi hasta el hartazgo (al que le vaciamos toda la ración de espuma a la que teníamos derecho, más dos tubos de champú que compré en un autoservicio cercano).

Fuimos tres niños durante ese fin de semana. O a decir verdad -luego de ver a mi hijo mayor sumergiéndose en la malteada de espuma de champú hecha por el jacuzzi- éramos en realidad un niño que se había vuelto hombre, un adulto que quería volver a ser niño y un niño de verdad al que le gusta que lo llamen “jovencito”.

No nos tocó días de piscina, así que las gélidas aguas del gigante pallar celeste que dormitaban tranquilas justo debajo de nuestra ventana, nos hacían cachita desde el primer piso del hotel. Eso nos importaba poco la verdad. Para aguas teníamos suficiente con la del jacuzzi de nuestra suite, así que decidimos cambiar de entretenimiento la mañana del domingo. Luego de voltear tres veces la mesa del gigantesco desayuno-bufete, nos fuimos de trekking citadino para recuperar el aire perdido en la comilona. Anduvimos cuadras de cuadras por las veredas de San Isidro. Era una mañana típicamente gris de junio. Sé que a muy pocos les gusta esa tonalidad limeña del tipo “pecho de rata”, y lo entiendo. Pero a decir verdad, yo la disfruto muchísimo. El frío, la garúa, el estado melancólico en que se ven las cosas en medio de un tráfico dominical casi inexistente, generan en mí un profundo sentimiento de pertenencia difícil de explicar. Un Yo interno muy limeño, aflora de pronto y me dice que (para fortuna o desgracia) soy también parte de esa nostalgia. De ese gris indefinido. De esa bruma que no es más que una costra mezcla de humedad, smog y tierra que el viento sube desde los acantilados y arrastra desde las huacas aledañas. Pero además las calles domingueras de San Isidro, tienen además un significado especial para mí.

Para darle descanso a su madre-trabajadora, los domingos por la mañana, solía apertrecharme con sendas mamaderas con agua de anís, una dotación importante de pañales y me arrancaba a caminar con mis hijos por las calles de aquél distinguido distrito. Mis hijos y yo caminábamos durante horas, o mejor diré, yo caminaba empujando sus coches, mientras que ellos sencillamente disfrutaban del paseo.

Más de 12 años después, transité nuevamente por esas mismas calles. La diferencia era notoria. Antes era más fácil para ellos: simplemente papá hacía todo el esfuerzo. Él empujaba mientras, mamadera en mano, ellos observaban tranquilos del paisaje. Ahora –generación post-Nintendo a fin de cuentas- la caminata se les hizo inaguantable. Hubo que contener las quejas y refunfuños de los revoltosos, por lo que eché mano de mi espíritu creativo: pasamos de adivinar las banderas que adornan las residencias de los embajadores que abundan por la zona (con la promesa de regresar al hotel si acertaban), a las diferentes historias de mi infancia y juventud (cuya condición era también volver, si acaso les aburrían). Felizmente ellos no acertaron ni una sola y yo los entretuve con mis historias (las que sazoné deliberadamente con datos fantásticos que causaron el efecto que pretendía).

Anduvimos durante más de tres horas. Fue sencillamente mágico. Recuperé, de un modo distinto, aquella intimidad que construimos cuando ellos eran bebés y yo era papá en estreno. Me pareció maravilloso que haya podido voltear nuevamente aquellas mismas calles con esos dos chicos a los que veo cada quince días, (período en el que inexorablemente el tiempo hace su trabajo y me los devuelve centímetros más altos, y con la voces cada vez menos agudas), tal como lo hiciéramos años atrás. En esa caminata, recuperé algo de eso que temo estar perdiendo y que tengo luchar a diario para recuperar: la intimidad entre un papá y sus retoños. Pese a que hago denodados esfuerzos por mantenerme presente en sus vidas a través del teléfono, del Internet (sí, la tecnología tiene cosas definitivamente buenas) y las mil y una maromas que invento, siento que estoy perdiendo inexorablemente valiosos instantes de su crecimiento. Por eso valoro tanto esos momentos en los que, gracias a Dios, la magia se presenta y recuperamos los instantes perdidos.

Tengo muchas fotos de mis hijos. Varias de ellas me han acompañado a lo largo de mis últimos años de peregrino sin destino. Son parte de mis recuerdos. Son el velcro que me pega a la vida, el prozac emotivo que necesito para saltar de la cama cada mañana. Pero hay una foto en especial que me estruja el corazón cada vez que la contemplo: la de mi hijo menor con una miradita inocente y una sonrisa despreocupadamente feliz. Se la tomé cuando apenas tenía dos años de edad y le sonreía feliz a su madre que le hacía un apapacho sonoro a mis espaldas. Resulta que desde hace años no veo en mi hijo aquella misma expresión. Me pregunto por qué. Muchas veces contemplo aquella fotografía y un gran sentimiento de vacío y culpa me embargan. ¿Qué hice para borrar de ese niño aquél gesto feliz? ¿Qué estoy haciendo para volvérselo a dibujar en su tierno rostro?

Cientos de pasos por largas veredas mojadas por la tenue garúa de junio, en medio de adivinanzas sobre los colores de unas banderas, mis historias (mitad verdad mitad invento) y sus preguntas emocionadas para saber “más del papi”, me devolvieron por instantes aquella misma expresión. Me quedó la sensación de que debo seguir andando, y redoblar el paso antes de que sea tarde, (pensaba), mientras transitábamos por aquellas calles llenas de unas nostalgias tan mías como el cielo gris de Lima. Me prometí que debo hacer el esfuerzo necesario para mantener viva esa conexión y devolverles la sonrisa a mis hijos… para que esta vez, no se les borre nunca de sus rostros.

Luego de haber circulado varias veces al “God of War II” del Play Station (en modo “Dios”), los tres estábamos echados boca arriba en la cama extra king, mientras nos llenábamos de nostalgias. Concluimos que habíamos pasado tres días espectaculares y que nos daba muchísima pena separarnos. Nos hicimos promesas futuras. Yo les prometí que trabajaría mucho para poder tener más momentos como ese. Sentido, mi hijo menor, me prometió que estudiaría mucho para que yo me sienta orgulloso de él. El mayor, adolescente al fin y al cabo, permanecía callado. Cuando le pregunté si él tenía algo que decir, me dijo contenido y con lágrimas en los ojos, “…y yo… yo te prometo, papi, que no voy a ver más páginas porno en Internet”. Aguantando mi sorpresa (y la risa) y asumiendo un esforzado aire de naturalidad, le dije que eso estaba muy bien. Que no estaba en edad.

Internamente concluí que debo estar más cerca de mis hijos, y acaso andar miles de cuadras más para saberlos bien encaminados.

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