ACERCA DE LA VEZ QUE COMPRENDÍ EL VERDADERO SENTIDO DE LA NAVIDAD, AL RESBALAR AL FONDO DE UN COMPACTADOR DE BASURA

UNA HISTORIA DE NAVIDAD

El enorme tacho de basura debe haber pesado unos sesenta kilogramos. En un restaurante norteamericano es sencillo llenar esos gigantes de plástico en cuestión de minutos. Los gringos apenas comen dos bocados de lo que ordenan, antes de lanzarse a pedir los postres que tampoco terminan. Para poder lavar la vajilla sucia, los “waiters” y las “waitresses” lanzan los desperdicios al fondo del basurero, que a su vez tiene que ser vaciado en un compactador a intervalos de media hora en días agitados.

El restaurante de comida italiana para el que trabajaba facturaba los días previos a Navidad unos 15,000 dólares tan sólo en una jornada. Los parroquianos llegaban sonrientes y felices antes o después de hacer sus compras navideñas, para devorar ingentes cantidades de calorías en versión de fetuccinis, lasagnas y pizzas varias. El “Macarrones” siempre me pareció todo menos un restaurante. Me daba la idea de estar trabajando en una suerte de fábrica de autos, donde cada departamento se encargaba de construir una pequeña parte del automóvil, hasta llegar a la versión terminada. Y en medio de de esa locura de “eficiencia yanqui”, (llena de estrés, paranoia y adrenalina), me preguntaba si se era posible servir comida realmente saludable.

En los días de fiesta había que trabajar casi sin pensar para satisfacer a la fauna creciente de comensales hambrientos. Por eso cada treinta minutos me tocaba echar la basura en el compactador, tarea que, por el volumen de la carga, siempre tenía que hacerse entre dos.

Nunca he tenido gran afición por la Navidad, lo confieso. Por eso trabajar los días previos a ésta, y hacerlo inclusive el mismo 24 en la noche, me tenía sin cuidado. La verdad es que en medio de la vorágine del trabajo, pensaba poco en tan mediática fecha. Con todo, algo hacía que estuviera particularmente molesto aquella noche del 24. Estaba enojado porque no podía evadirme del todo. No dejaba de pensar que era “Noche Buena” y yo estaba irremediablemente solo.

A eso de las 11 no pude más. Sólo quedábamos unos cuantos empleados en el restaurante (los “sin familia” encargados de limpiar y cerrar). La noche era gélida pero mi corazón estaba mucho más frío todavía. La añoranza por los míos, el dolor enorme que me atravesaba el alma por no estar al lado de mis hijos, me hicieron levantar los sesenta kilos de desperdicios yo solo, como si se trataran de mis propias penas y frustraciones. Como si se tratara de mis propias culpas. En el arrebato levanté de un solo envión el contenido del tacho y lo arrojé al fondo del compactador, pero para mi sorpresa éste estaba vacío y el peso del basurero me arrastró consigo hasta el fondo del recipiente. No permanecí ni cinco segundos en aquél espacio sucio y hediondo. Pero no fue precisamente la mugre y la pestilencia las que me expulsaron de ahí… fue el terror de saber que el techo de metal se cerraba cada tanto aprisionando los desperdicios con la intención de hacer mayor espacio. Una vez expulsado por propia voluntad de esas entrañas nauseabundas, supe que mi pánico había sido vano: la compactadora sólo funcionaba de manera manual y nadie en su sano juicio (a no ser que me hubiese cruzado con un auténtico “natural born killer”) hubiese apretado el botón para accionar el mecanismo.

Pude haber reído por lo ridículo de la situación. En vez de eso, me doblé apoyándome sobre mis rodillas y me puse a llorar como un niño. La razón de esas lágrimas no fue el susto que me di. No. Aunque suene absurdo, en esos segundos de pánico vi mi vida proyectada como en una película, al igual que los moribundos que vuelven en sí. En ella vi las veces que me había negado el compartir un momento familiar en Navidad. Vi las veces que me rehusé a dar un abrazo de perdón o de reconciliación. Vi las miles de veces que había dicho “no me gusta la Navidad”. Las toneladas de veces que había gritado que aborrecía la mediatización de la fiesta y el ridículo disfraz de Santa inventado por la Coca-Cola…. recordé las veces que había hecho un esfuerzo por parecer feliz cuando en realidad no lo estaba, y en ese acto fingido hice sufrir a los que más quería. En ese instante hubiera querido retroceder el tiempo y reconstruir cada momento con los míos, volver a vivir cada una de las navidades perdidas, pero era imposible. Lo dicho: estaba solo y no había nada que hacer.

Esa noche tal vez haya sido la más triste de mi vida. Con un six-pack de Budweisser y bañado en un mar de lágrimas, canté una y otra vez la canción que mi hijo menor aprendió en el nido y que él adoraba: “Era Rudolph el Reno, que tenía la nariz…”

Esta Navidad será distinta. Voy a disfrutar cada segundo con los míos. Voy a abrazar hasta el hartazgo a los míos. Voy a besar a mis hijos hasta que no pueda más.
Gracias a aquellos segundos en el fondo de un compactador de basura, esta vez voy a vivir realmente la Navidad… voy a vivirla con la misma ilusión que tienen los niños.

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