FUE EN LA MATINÉE - (TAL VEZ SE PUEDA TITULAR ASÍ)

Fue en la matinée, de un cine atestado de gente. En la platea del Primavera, hace 25 años, conocí por primera vez a alguien llamado Stanley Kubrick. “El Resplandor” me tomó por asalto en los albores de mis 15, sentado en el piso alfombrado de una sala a punto de reventar. Sujeto del brazo de mi novia trujillana, (también la primera), soporté con “hombría” los arrebatos a hachazo limpio de Nicholson y los mares de sangre de sus diabólicas mellizas.
El mismo verano del `81, fui testigo en el teatro Municipal, de una de las peores películas, de Steven Spielberg, aunque aún no sabía que lo era: “1941” Una parodia naif e irrelevante sobre la Segunda Guerra Mundial que recuerdo me aburrió soberanamente. Qué lejos estaba Spielberg aún de la magnífica “El Imperio del Sol”. Mi recuerdo más rescatable de aquella vermouth intrascendente fueron los balcones barrocos del Municipal, y la madera del piso de la platea, que brillaba de limpio pese a la oscuridad de la sala.
Semanas después, en una noche de bausa y calor, llegué hasta el cine Ayacucho. Allí asistí al estreno de lo que vendría a convertirse en una película de culto de la “serie B”: “Martes 13”… siempre quise pensar que tal vez fue Jason y no yo, quien espantó ese efímero amor adolescente, (Carlita, ¿qué será de tu vida?).
Pero Trujillo no fue sólo mi iniciación como cinéfilo entusiasta o enamorado de fracasos recurrentes. Fue mucho más.
En Las Delicias, por ejemplo, descubrí el sonido maravilloso de “algo” llamado Pink Floyd. Entre vasos de cerveza (los primeros, naturalmente, aquellos que se debatían entre los “no se debe” de los padres ausentes y el “toma no más” de los amigos de turno), escuché por vez primera los acordes sinuosos y la propuesta progresiva de “The Wall”. La electricidad que sentí aquella tarde de verano, es la misma que siento hoy cada vez que escucho nuevamente aquella maravillosa pieza musical llena de vida, pasión y protesta, “… hey, teacher, leave those kids alone!”.
¿Quién se puede jactar de haber flirteado por primera vez a ritmo de marinera? La Retreta de los domingos en la Plaza de Armas, era el momento ideal, el lugar perfecto para poner a prueba nuestros incipientes flirteos virginales. Luego de dar vueltas y vueltas, de cruzar miradas estrenando nuestra sonrisa más sensual repleta de bozo, regresábamos a casa para ametrallarnos con los clásica inseguridad adolescente: “¿Realmente se habrá fijando en mí?”; “No sé si caerle”; “¿Querrá estar conmigo?”
Los primeros besos saben mejor cuando están empapados de candor, amor y descubrimiento. Los primeros romances, los primeros “sís”, los inciales “nos”, (aquellos pequeños logros y fracasos alborales que son tan solo la antesala de los verdaderos dolores), se recuerdan por siempre y se guardan en un especialísimo rincón del corazón.
Si a ellos les ponemos el marco maravilloso de una ciudad como Trujillo, no sólo yacen dormidos descansando en aquél delicioso baúl, sino que palpitan cada tanto con la nostalgia de saber que aquellas imágenes de ensueño, no son parte de alguna ajena ficción, sino los sucesos reales que uno vivió en el umbral de la primera juventud.
25 años después he vuelto a Trujillo.
¿Qué han hecho con la ciudad de mis recuerdos? ¿Dónde está aquél majestuoso lugar de calles tranquilas y señoriales? ¿Dónde quedaron los rincones románticos, las esquinas de poncianas primaverales? ¿Dónde está la verdadera Trujillo? ¿Dónde? Si alguien lo sabe, si alguien conoce a aquél que la tiene secuestrada, pregúntele si me la puede devolver.

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