LUIS VETE DE VACACIONES

“¡Luis, vete de vacaciones!”, era el mensaje que desde la vitrina de un spot televisivo me instaba a arrancarme hacia algún lugar del Caribe, para pasar unos días de ensueño. Convencido, y arrastrando un cansancio laboral digno de caballo de bandido, tomé mi BISA (billete, indumentaria playera, sayonaras y acelerador solar) y decidí pasar unos días en Varadero… una playa pegadita al muelle de Huanchaco en Trujillo.

Luego de ver el último hit cinematográfico en versión pirata a desiveles infrahumanos. Después de haber soportado la tortura de los PRRIIIII de los radio-teléfonos, (posesión que les permite a algunos cretinos conversar a viva voz como si a todos nos interesaran sus asuntos privados), y tras haber sufrido el mayor concierto de ronquidos nocturnos que he escuchado en mi vida, llegué a la capital de La Libertad a eso de las 7 de la mañana. Pese a estar destruido y mal dormido, mis ganas de pasar unas merecidas vacaciones, seguían intactas.

“¡¿Veinte soles?!”, pregunté exaltado al taxista que pretendía llevarme al reputado balneario trujillano por esa suma. “Es que queda bien lejos, pues señor”, argumentó el taxista sonriente, viéndome como si fuera un exagerado luego de que le dije que por ese precio, me regresaba a Lima. Como sea que deseaba descansar mi atribulada alma de trabajador dependiente, depositando mis pies en la arena y bañarlos en el frío mar de Grau, me subí al taxi sin discutir más.

Ya en Huanchaco le pedí al taxista que me dejara ahí no más, en una playa que según un cartel se denominaba “Huancarute”. Quería andar un tanto. Absorber la atmósfera de esa tibia (aún) mañana de febrero. Compenetrarme con el espíritu del balneario más popular de Tru-- “Jefe… ¿no tendrá otro billetito? Este de veinte, no pasa, caballero”, interrumpió mis pensamientos el taxista. “Está rotito, aquí, ¿ve?”. Y fue entonces que caminé, sí, pero para rogar, implorar, que me reciban y cambien un billete de cien. Entré a casi todas las bodegas y las panaderías abiertas a esa hora. Entretanto, el taxista dormitaba en el interior de su auto desde donde bramaba Camilo Sexto su clásico “… jamás he dejado de ser tuyo, lo digo con orgullo, tuuuyoooo nada más”, por las bocinas tan destartaladas como el Ford Escort versión 82 que me trasladó desde la estación de bus. “Debe agradecer en todo caso, que no lo han secuestrado ni asaltado”, me dijo la gentil señora que quiso cambiarme el billete, luego de que le comprara, diez panes inflados con bromato, un cuarto de jamonada polaca y un pomo de yogurt a punto de vencer. Sonreí y pensé que qué me podría pasar en una tranquila ciudad del interior. A fin de cuentas, venía de Lima, la verdadera jungla.

Me instalé en un pequeño hostal ribereño y salí a darle finalmente el encuentro al mar.

“Playa El Varadero”, leí en un cartel que coronaba una fila de caballitos de totora, parapetados contra el muro del malecón. El paisaje no era lo que me imaginaba y tenía muy poco de su referente cubano. Entre restaurantes apiñados, microbuses y combis, que a esa hora empezaban ya a reclamar pasajeros, el lugar tenía nada de aire caribeño y sí mucho de sincretismo entre San Bartolo, Pucusana y Agua Dulce.

Bajé a la arena y caminé por la orilla. Paseé la mirada por la orilla, donde habían carpas de muchachos que dormían la mona, acompañados naturalmente de sus parejas. Avisté algunas guapas turistas. Pensé que en Agua Dulce no abundan las gringas, ni mucho menos se puede acampar sin recibir la visita de atracadores y violadores, así que concluí que un lugar donde deambulaban sin sobresaltos desprevenidas gringas y acampaban despreocupados muchachos, tenía que ser un lugar especial. Tranquilo. Por eso no me interesó siquiera sortear latas de cerveza vacía arrugadas, vasos descartables, bolsas y bolsitas de diferente tamaño y color que yacían desperdigadas por la arena, entremezcladas con las corontas de choclo recientemente rasuradas. No me importó incluso estar a punto de cortarme el pié con el vidrio roto de una botella de ron. Tal vez era el pequeño precio que había que pagar. Vacacionar en el Perú tiene esos inconvenientes pero es más llevadero para el bolsillo que el Caribe, Cartagena o Santo Domingo, a donde uno tiene que acceder endeudándose como Dios sabe y manda. Y para deudas uno tampoco está, no señor. En este país se puede pasarla espectacular, además de comer bien y barato. Gastón, tienes razón: ¡el Perú es el paraíso! ¡Sí, señor!

Tirado en la arena boca arriba planeaba mi día. Más tarde unas cervecitas, un cebichito, ¿unas clases de surf? “¡Za za zá, moviendo el cuerpito, za za zá, moviendo el culito za za zá…!” ¿Qué rayos es eso? ¿De dónde salía esa música? Me había quedado dormido sin percatarme que uno de los restaurantes del malecón, (distante unos 30 metros), había estirado sus dominios territoriales transportado sus mesas y sillas hasta la playa, a escasos dos metros de mí. Claro, era imposible que no trajeran también su bulla infernal. Descubrí además cómo poco a poco la playa se había empezado a llenar de autos y taxis que, en medio del sol de febrero, degustaban sendos potajes, roseados por incontables botellas de cervezas. Y claro, en medio de ese ambiente playero, el Grupo Cinco y Mc Francia se rompían la garganta desde el interior de Ticos, moto-taxis y combis. “Algo de comer, caballero, una cervecita heladita, alguna cosita”, me inquirió un mozo diligente. “Sí, quiero escuchar tan solo el mar, ¿puedo?”.

“Maestro, pedí un arroz con pato y estos son frejoles con cabrito”, le reclamé fastidiado al mozo. “Guitaaaarra, tú que interpretas en tu gritar mi quebranto, tú que recibes en tu madero mi llanto”, gritaba la Allyón desde un parlante vecino. “Usted no es de acá, ¿diga?”, me respondió indiferente el muchacho. Le dije que no, que era de Lima, que estaba de vacaciones. Que por favor apurara con mi pedido y que me trajera una cerveza helada, que esa estaba caliente. “Es que esa ya la abrí, joven”. Me dijo obvio. ¿Y eso a mí qué me importa? ¿Cómo voy a tomar una cerveza caliente en pleno verano?”, le dije. “Esa es la más fría que tenemos. El pedido ha llegado recién”. Insistí: “¿y qué hay de mi arroz con pato?”. “Ya no queda, caballero”.
Ok, ok… no queda más que dormir. Mañana será otro día. Me preguntaba cómo diablos hacía Rafo León para disfrutar del Perú en su “Tiempo de Viajes”, si a uno le traen una cerveza caliente y lo miran con cara de raro, cuando pides la música a niveles razonables. Será cuestión de acostumbrarse, de adaptarse, pensé. Si todos disfrutan, ¿por qué yo no? “¡Corazones SIN-CEROS, Corazones GUE-RREROS, Corazones TRAI-CIO-NEROS…!”. La voz de Daddy Yankee y los bajos estruendosos de su música me levantaron de la cama donde apenas me había echado. “Es de aquí al lado, señor. Es un pub donde están celebrando San Valentín”, me explicó el encargado del hotel. “¿No celebra, usted?”. Celebraría si pudiera agarrar a ese maldito Valentín para estrangularlo y colgarlo de las aspas del ventilador de mi habitación.
Quería pasar mis días en contacto con la naturaleza, con los referentes trujillanos tradicionales, y lo más alejado a aquello conocido como “cultura de consumo”. Pero quería almorzar por lo menos un día en paz. Sin ruido. Así que me aproximé a uno de los modernos malls que han abierto en Trujillo para buscar un referente citadino que me devolviera el equilibrio. Entré a una franquicia experta en pizzas y escuché las frases en las que me reconocía como citadino, “mi nombre es Helen y seré quien la atienda esta tarde”. “Helen”, le dije, “¿por qué no prenden el aire acondicionado? Esto es un horno”. “Ah, es que está malogrado”, me dijo sonriente y se alejó dejándome el menú. Está bien. Era capaz de descender al infierno con tal de tener un almuerzo sin ruido. En paz. “¡¡Atrévete, te, te, te, salte del closet, Escápate. Levántate, ponte hyper!!”. La gente de Calle 13 se había apoderado de la cocina y cantaba junto a mozos y cocineros. Esto ya era demasiado.
“Aquí hay un trujillano”, fue lo primero (y último) que leí de un pequeño letrero que colgaba del parabrisas del primer taxi al que me subí molesto. Trataba de huir del ruido, pero… “…sí, señor. Palmas y cajón, con chicha de moche vamos a brindar”, ladraba una marinera desde los cuatro parlantes del taxi. Estaba a punto de gritarle al chofer mi lamentable existir, sometido a ruidos impensables. Quería confesarle mi calvario. Implorarle que baje el volumen de su equipo. Prometerle que si lo hacía, le compraría un peluche más para que termine de adornar el tablero de su auto en versión kitch. Pero no tuve tiempo. Una cuadra después, cuatro sujetos subieron el auto. “Saludos del pulpo”, me dijeron, antes de meterme el primer puñetazo. Perdiste, tío. Y al final, el que tuvo que guardar silencio, fui yo.
Pude regresar por la buena voluntad de mis amigos del trabajo quienes me enviaron un poco de dinero. Atribulado y agotado con tanto stress, me entregué al sueño sentado en mi puesto número 39 del bus, pese a los radio-teléfonos y a la película pirata de turno. De pronto el estruendo de una de las tantas explosión de “Rambo”, sonó demasiado real. Abrí los ojos instado por mi compañero de asiento. Pensé que estaba soñando cuando lo vi cubierto con un balde de plástico que usaba a modo de casco. Levantando su improvisado casco tímidamente, me dijo urgido que me cubra. Apenas quedaban enteras dos lunas del bus y una era la mía. ¿Qué? “Nos atacan, señor, ¿no ha oído usted hablar del paro agrario?”.
Esto ya era demasiado. La próxima vez me endeudo y me largo (de verdad) al Caribe.

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