TUMBADO BOCA ARRIBA

Una mañana cualquiera, de un día cualquiera, me vi postrado boca arriba, siendo desnudado ávidamente por dos inquietas mujeres. No, no era un sueño. Ni siquiera estaba medianamente dormido. Estaba viviendo aquél momento en vivo y en directo. Lamentablemente no era una experiencia placentera. Luego de unos segundos de resistir sin resistir a aquél ataque femenino, quedé con el torso desguarnecido. De inmediato sentí el contacto de un líquido helado a lo largo y ancho de mi pecho. “Así que estamos gorditos,¿di? Sabía que la obesidad mata más gente que el cáncer?”. ¿Perdón? Semi-desnudo y expuesto, apenas podía prestar atención a las palabras de la enfermera. Había llegado a la sala de emergencias de aquella clínica particular, con taquicardia y mareos. Quería sentirme bien y para eso, necesitaba por lo menos saber que era bien tratado. Para eso uno paga un seguro privado, ¿o no? Pero estaba lejos de sentirme por lo menos confortable. Las mujeres me trataban como un costal de papas. Como una lamentable obligación que atender. Mientras era untado y movido a su antojo por doctora y enfermera, yo hacía todos los esfuerzos posibles por esconder el abdomen y lucir un poco más digno ante ese par de urracas criticonas. Sin embargo las despreciables mujeres insistían en ser poco amigables. De pronto la enfermera le gritó malhumorada a la doctora: “Me va a tener que ayudar con los chupones del electrocardiograma… por más que echo y echo alcohol, no se pegan en un pecho tan velludo”. En menos de minuto la mujer, (carente del más mínimo sentido de conmiseración), había descrito al aterrado sujeto que estaba tirado en su camilla (es decir a mí) poco menos que como a un jabalí: ¡es decir como un ser gordo y peludo! En medio de esa humillación la mujer no dejaba de esparcirme el alcohol helado a chisguetazos. ¡¿Pensaba que aquello era una parrillada y lo que me untaba era chimichurri o qué?!

Las dos señoras permanecieron inmóviles una frente de la otra, mientras apretaban los benditos chupones contra mi pecho para que no se soltaran. La máquina de electros hacía su trabajo, y yo, permanecía debajo de las dos con sus cuatro manos machucando las zonas aledañas a mis dos tetillas. Solo deseaba que ese suplicio terminase. Que la humillación llegase a su fin. Miraba al techo mientras el aparato largaba débiles ráfagas de “bips”, los que me hicieron creer que algo andaba realmente mal. Sin mediar palabra y de un momento a otro, enfermera y doctora se levantaron y retomaron sus actividades como si tal cosa. ¿Y yo? Ignorado seguía en el limbo. No me atrevía a mover ni un dedo. Un doctor de unos cincuentipocos, con el cabello negro azabache con su plata, y reluciente dentadura amarilla, entró de pronto galanazo y afanador a la sala de emergencias. “Chicas, el sábado es el almuerzo. ¿Ya compraron sus tarjetas?”. Las risas y los disfuerzos duraron largos minutos. Le faltó “… les invito un chifita y luego alguito más”. Cuando el Don Juan de medio pelo dejó el lugar, volvió el silencio. Otra vez la indiferencia. Para saber qué debía hacer, largué un tímido, “¿señorita…?”. La enfermera acordándose de mí interrumpió. “Señor, ¿qué espera para vestirse?”. Entonces me levanté, abotoné mi camisa y bajé de la camilla. Me dirigí a la doctora tratando de encontrar alguna explicación a mis síntomas. “¿Hay algo malo, doctora?” La mujer apuró su respuesta ocupada en otra cosa: “El electro sale normal. Si quiere saber más, hable con su médico”.

“Quítese cadenas, reloj, billetera, celulares y póngalos sobre la mesa. Hay una bata blanca que debe ponerse dejando la espalda descubierta”, chillaba sus órdenes la mujer que manejaba los Rayos X. “No respire… no se mueva… respire. Puede vestirse. Salga y espere.” Como un autómata, simplemente hacía caso a las voces de mando de la mujer. Finalmente eso es lo que había hecho toda la mañana de mi incursión a esa jungla inhumana llamada clínica. Había estado yendo de un lado para el otro. Una cola aquí, una cola allá. Recoja su ficha. Pague la franquicia. Pida su cita. ¿Está en ayunas? Pase para que se haga sus análisis. Un pinchazo a la vena, un chorrito de sangre y otro de pis hasta donde está la rayita, por favor. ¿Disculpe? “Pasando la ventanilla cuatro, a la mano izquierda hay un baño. Va a llenar solo un poquito el frasquito. Tiene una rayita, ¿ve? ¡Siguiente!”. Era ya prácticamente medio día. La clínica bullía de público y yo, me paseaba entre la gente con un frasquito, con un líquido amarillo hasta una invisible rayita.
“Tome asiento y espere al médico que ya está en camino”. El médico se demoró una eternidad. Pero era necesario ese último sacrificio. Esa última parada en la ruta hacia la salud definitiva. Después de largas horas en pasillos claustrofóbicos y oscuros, y luego de decenas de trámites con un personal poco adiestrado y nada amable, por fin vislumbraba el oráculo. El médico por fin llegó.

“Hummm… todo parece estar bien. ¿Muchas horas frente a la computadora? ¿Sobrecarga laboral? Es stress. Tome estas pastillas y vuelva en una semana para ver cómo sigue. Un gusto en conocerlo. Felicidades”. ¿Eso era todo? Después de haber transitado por salones con aparatos que parecían salidos de épocas medievales, luego de haber estado expuesto a brujas insensibles, y tras haber paseado mis incontinencias por pasillos llenos de gente, ¿solo quince minutos con el médico para que a uno le digan lo que pudo haber dicho el vecino? ¿Stress? Lo que uno esperaría por lo menos haber sido escuchado con paciencia y atención, fingir cuanto menos preocupación. Todo un día buscando un gesto compasivo, ¡por lo menos un guiño de educación y respeto! Pero nada. ¡Nada! Una automatización mal entendida en un servicio privado (que no es barato) que dista mucho de ser eficiente, que está a años luz de ser por lo menos cálido y comprensivo con quien viene en busca de ayuda. En medio de ese gentío, me crucé con ancianos, niños y adultos de todas las edades, deambulando entre consultorios y trámites sin ser tratados con el más mínimo de las consideraciones. Todos enfermos. Todos resignados. (Esa es la verdadera enfermedad nacional: la resignación). Del mostrador para adentro, médicos, enfermeras y personal administrativo, eran un dechado de atenciones, coqueteos y lisonjas. ¡Que salpique un poco para este lado! Gritaba para mis adentros. Sencillamente como todos los demás, sólo callé. Callé porque dentro de todo me sentí gratificado, bendecido. Un privilegiado. No me revelé porque sabía que estaba mejor tratado que millones de gentes, que tienen que amanecer en largas colas para conseguir una cita. Me resigné porque sabía que pese a mi malestar, estaba lejos del verdadero infierno: la atención del servicio de salud pública.

Finalmente, privados o no, los médicos, enfermeras y personal administrativo, viven de nuestros aportes, de nuestro dinero. ¿Por qué no podemos ponerlos en su lugar? Pedirles por lo menos un poco de buena cara y comprensión.

La próxima vez prefiero ir a una farmacia, comprar un par de remedios y convalecer en el silencio de mi casa. Y si quiero sentirme un jabalí, será un asunto solo mío. Amén.

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